Socioporosis. Sobrevivir a la distopía digital

 En agosto de 2011 el Papa Benedicto XVI visitó Madrid con motivo de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud, un encuentro católico que se celebra cada tres años. Varios cientos de miles de jóvenes procedentes de todo el mundo convivieron varios días bajo un sol abrasador. Un amigo médico que trabaja en el servicio de urgencias de un hospital madrileño me contó que esa semana se agotaron las pastillas anticonceptivas postcoitales en toda la ciudad y fue necesario pedir suministros extra a Barcelona. En realidad, era una situación completamente previsible. ¿Qué pensaban los organizadores de la Jornada Mundial de la Juventud que iba a ocurrir si reunían a una muchedumbre de adolescentes ociosos, ligeros de ropa y reticentes al uso de preservativos?

Desde el punto de vista de 2023, los proyectos ciberutópicos de principios de siglo suenan tan insensatos como la esperanza de que miles de jóvenes al borde de una sobredosis hormonal se comporten como monjes zen. Hoy vemos Internet, las redes sociales y todo el ecosistema digital con un profundo desencanto. Nos parece poco menos que una distopía nihilista de ira, vacuidad, resentimiento, agresividad, y falsedad. Pero, ¿qué pensábamos exactamente que iba a pasar al poner en contacto en un espacio digital anónimo a individuos sin un proyecto de vida en común ni herramientas deliberativas y entregábamos el control de sus interacciones a algoritmos diseñados para pelear por su atención y monetarizarla?

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Hace diez años publiqué un libro titulado Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital. En ese momento, Syriza hacía temblar a la Europa financiera con la posibilidad de un proyecto de democratización económica a escala continental, las calles de España continuaban llenas de manifestantes, el mundo entero seguía al minuto lo que ocurría en las plazas de Túnez, Egipto y Siria; incluso desde Wall Street se oían los gritos de protesta de los activistas anticapitalistas. Probablemente los historiadores del futuro se preguntarán por qué en un contexto político tan turbulento, que hizo saltar por los aires una hegemonía neoliberal sedimentada durante tres décadas, se discutía tanto sobre computadoras, redes digitales y software.

Es difícil hacerse una idea hoy de la centralidad discursiva que tenían entonces los debates tecnológicos entre la izquierda política. Los movimientos sociales antagonistas querían ver en la cultura libre una vía de colaboración no mercantil innovadora y más sexy que el cooperativismo tradicional. Echando la vista atrás resulta un poco sonrojante, pero no era raro que se idealizara la figura del hacker como una especie de aggiornamento del revolucionario profesional leninista. La razón es que el tecnoutopismo ofrecía a la izquierda radical una salida a un dilema desgarrador. Por un lado, la apuesta central de los proyectos emancipadores siempre ha sido la libertad: universalizar la oportunidad de desarrollar los mejores talentos de cada uno, una posibilidad que en el capitalismo monopolizan las clases altas. Pero, por otro lado, un proyecto colectivo como ese sólo puede ponerse en marcha en un entorno de solidaridades compartidas que garantice su carácter igualitario. Máxima libertad individual pero en el contexto de comunidades sólidas, valores pluralistas y exaltación de la diferencia en sociedades muy cohesionadas… Parecía un puzle imposible de encajar cuando, de pronto, Internet se nos presentó fugazmente como una puerta trasera oculta en el laberinto capitalista.

Hoy parece evidente que la apuesta por la digitalización era un callejón político sin salida pero la verdad es que resultaba difícil resistirse a la tentación de un deus ex machina tecnológico que resolviera nuestras antinomias políticas. Y, de hecho, la izquierda tecnoutópica también tenía su versión socialdemócrata y conciliadora. En un acto electoral de 2009, con la Gran Recesión ya arreciando, el entonces presidente español José Luis Rodríguez Zapatero aseguró que lo que necesitaba nuestro país eran “menos ladrillos y más ordenadores”. Hoy, con millones de personas atrapadas en el timo piramidal de la criptoburbuja, cuesta entender que sea una sustitución tan evidentemente ventajosa de la dictadura inmobiliaria que padece España desde hace décadas.

Sería injusto achacar a las fuerzas progresistas alguna clase de ingenuidad tecnológica endémica de ese entorno ideológico. El tecnoutopismo formaba parte de las inercias heredadas de la época salvaje de la globalización neoliberal. Y la alternativa tampoco resultaba muy apetecible: un puñado de intelectuales europeos melancólicos, si se me permite el pleonasmo, que creían que el destino de la civilización estaba inextricablemente ligado a sus polvorientas Olivetti. La realidad es que el capitalismo desregulado postkeynesiano estableció desde el minuto cero una profunda afinidad con el modelo hegemónico de comunicación digital. La contrarrevolución neoliberal y el proyecto de un sistema digital de comunicaciones desinstitucionalizado, privado y mercantilizable se retroalimentaron mutuamente. Las tecnologías emergentes ayudaron a justificar el desmantelamiento de los sistemas de control financiero de la postguerra y, en general, los neoliberales consideraron que la construcción de una red de comunicación global era una base material importante para su proyecto político. Pero, además, entendieron que la tecnología digital proporcionaba algo de lo que el capitalismo había carecido hasta entonces: un modelo de sociedad y una cultura propia, una proyección cordial y no monetarizada de los mercados globales sobre los vínculos sociales cotidianos.

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En la época de la utopía digital, la tecnología de la comunicación se percibía como un campo de batalla político que, si bien no estaba exento de aspectos negativos –el control corporativo, la vigilancia del estado…–, era también un vector crucial de procesos de democratización incrementados. La hipótesis tecnopolítica proponía la posibilidad de una experiencia política aumentada –por analogía con la noción de “realidad aumentada”– o, al menos, una alternativa vigorizante al proceso de desafección política característico de las sociedades de masas ultraconsumistas.

El digital turn no se limitaría a enriquecer el bagaje político precedente sino que induciría un cambio sustancial en las condiciones de posibilidad y las formas de legitimación de la intervención política democrática. Existiría, desde esta perspectiva, una copertenencia entre nuevas dinámicas de representación, participación y deliberación democrática en las sociedades contemporáneas y la arquitectura distribuida y colaborativa de Internet y los social media. La razón de fondo era la tesis de que se estaba produciendo una cesura histórica profunda asociada a la tecnología de la comunicación que afectaba a nuestras relaciones sociales, a la estructura económica, a las manifestaciones culturales y, finalmente, a nuestra propia autocomprensión política y antropológica.

Esa fractura histórica se expresaría, en primer lugar, a través de la hipótesis de una discontinuidad generacional. Es verdad que la noción de “nativos digitales”, propuesta a principios de siglo por Mark Prensky, fue rápidamente refutada por una amplia serie de investigaciones empíricas. Como señaló con ironía Siva Vaidhyanathan, si nuestros hijos de cuatro años manejan con tanta soltura los smartphones no es porque tengan habilidades fáusticas desconocidas en el pasado sino porque son dispositivos diseñados para ser utilizados por niños de cuatro años. No obstante, a pesar de su debilidad empírica, la teoría de Prensky logró captar muy bien el Zeitgeist digital. En el fondo, era una traducción en términos cotidianos e intuitivos –la relación entre padres e hijos– de la idea de que las tecnologías de la comunicación están induciendo un cambio de época, una ruptura histórica profunda y duradera.

Por eso la idea de la discontinuidad tecnológica generacional tenía una relación íntima con la hipótesis de una transformación digital de las bases geopolíticas de la modernidad. Desde este punto de vista, el digital turn estaba produciendo la desconexión con sus entornos locales inmediatos de una gran cantidad de personas que, en cambio, estaban asumiendo una nueva identidad global en la que la distancia geográfica o las tradiciones vernáculas carecían de peso, todo ello en el contexto del declive del estado-nación como actor significativo y generador de hegemonía política. Por ejemplo, en un texto de 1992 considerado fundacional, Michael Hauben escribía: “Bienvenido al siglo XXI. Eres un netizen (un ciudadano de la red) y existes como un ciudadano del mundo gracias a la conectividad global que la Red hace posible. Consideras a cualquiera como tu compatriota. Vives físicamente en un país, pero estás en contacto con todo el mundo a través de la red global digital. Virtualmente, vives en la puerta de al lado de cualquier netizen del mundo. La separación geográfica es sustituida por la existencia en el mismo espacio virtual”.

Como en el caso de la noción de “nativo digital”, las críticas a la idea de aldea digital han sido abundantes. Los teóricos de la identidad global han sido acusados, con razón, de subestimar los efectos de la implementación específica de la tecnología digital en distintas condiciones políticas, culturales o económicas. Aunque tengamos acceso a través de dispositivos similares a contenidos procedentes de todo el mundo, Internet sigue siendo muy local en sus usos y se adapta a las realidades de cada territorio. Desde esta perspectiva crítica, las ilusiones ciberfetichistas habrían alentado un cosmopolitismo banal que apenas guarda relación con el espacio digital real, que más bien reproduce y amplifica los conflictos analógicos vernáculos.

Pero, de nuevo, aunque la noción de ciudadanía digital global tenía escaso respaldo empírico era una reformulación imaginaria de transformaciones reales. La ideología de la identidad global ha sido profundamente congruente con el proceso de desregulación económica que se produjo en todo el mundo desde la desaparición del bloque soviético. El neoliberalismo ha tenido expresiones locales muy distintas – en Chile, en Inglaterra, en España o en Turquía– que se solapa, no sin conflictos, con un proyecto global de reducción de la soberanía popular de los estados-nación. De hecho, las nociones básicas del discurso en torno a la ciudadanía global no surgieron en el contexto de la teoría de la comunicación sino del management. Constituye, al menos en parte, un reciclaje de conceptos elaborados para describir las transformaciones organizativas que, en opinión de los expertos neoliberales en recursos humanos, debían afrontar las empresas en un entorno desterritorializado de creciente competencia económica.

La hipótesis tecnopolítica, al fin y al cabo, siempre ha sido una herramienta de sobrecompensación para mitigar nuestros traumas sociales colectivos. A lo largo de las últimas décadas las tecnologías digitales han prometido la repolitización emancipadora de democracias de audiencias crecientemente desinteresadas por la gestión deliberativa de los asuntos públicos, formas de subjetividad fluida y múltiple –y, así, aumentada– en sociedades que padecen una oleada devastadora de malestares psicológicos paralizantes, nuevas estrategias de vínculo social en red en una época de vertiginosa fragilización comunitaria. Por encima de todo, el vértigo de la precariedad vital asociado a la financiarización y la flexibilidad laboral neoliberales quedó contenido no solo por las promesas de crecimiento económico y las expectativas postmaterialistas de ampliación de la subjetividad expresiva sino, cada vez más, por el avance de las tecnologías digitales.La globalización era un mundo nuevo lleno de peligros materiales, sí, pero también de oportunidades emocionantes de desarrollo y reinvención individual y conectividad global gracias al desarrollo tecnológico.

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Hoy estamos viviendo el doble siniestro de aquella utopía digital. Cuando el proyecto neoliberal comenzó a implosionar arrastró consigo, en primer lugar, la fantasía de una precariedad de rostro humano. Las falsas promesas de una ruptura positiva de las cadenas fordistas que aumentaría exponencialmente las posibilidades de autorrealización personal a través de la búsqueda creativa de estilos de vida excitantes se fueron al traste a toda velocidad. Al menos durante algunos años, las tecnologías digitales se convirtieron en el último bote salvavidas de un régimen social en descomposición, acumulando altísimas expectativas de protección y reconciliación. Esa fue la razón de que la tecnología digital llegara a ser imaginada por todo el espectro político, no sólo la izquierda, como la solución a la Gran Recesión, los problemas laborales, la crisis ecológica, los dilemas educativos, los retos culturales, la intolerancia, el autoritarismo y todo lo demás. Literalmente resulta complicado pensar en un solo ámbito de la vida colectiva o personal en el que alguien no haya considerado que unos cuantos gadgets de aspecto futurista y una conexión de banda ancha iban a impulsar un salto cualitativo positivo.

Desde entonces, la apuesta por el solucionismo tecnológico se ha ido primero deshilachando para luego invertirse y dar pie a un estado de ánimo tecnopolítico crecientemente fúnebre e incluso distópico. Nadie duda de la centralidad de las empresas tecnológicas en el capitalismo global pero esa posición de privilegio no parece estar dulcificando el proyecto neoliberal ni ofreciendo una alternativa a su degradación. Más bien al contrario, tiende a exacerbar las prácticas de precarización laboral, concentración monopolista y financiarización. La “sociedad red”, la gran esperanza de democratización e igualdad durante las décadas pasadas, se ha revelado finalmente como el medioambiente idóneo para que prosperen algunos de los mayores oligopolios de la historia, megacorporaciones digitales que ningún gobierno está en condiciones de controlar. De igual modo, cada vez está más generalizada la imagen de las redes sociales no como un terreno promisorio de inteligencia incrementada y participación sino como una selva de agresividad, extremismo neonazi, vigilancia panóptica y fake news.

En nuestros parlamentos y medios de comunicación, las figuras políticas fuertes y neoconservadoras se legitiman como una alternativa al fracaso de la sociabilidad cosmopolita en un mundo percibido como conflictivo y amenazante. Las renuncias en términos de libertad o tolerancia son el precio a pagar a cambio de la promesa de protección frente a un cúmulo indeterminado pero aterrador de peligros globales. Las tecnologías postutópicas –los social media dominantes, la IA y el Big Data corporativos– son la versión digital de ese autoritarismo postneoliberal. La plataforma o la IA nos exige, como la derecha radical, renuncias a nuestros derechos civiles y laborales, al control de nuestra privacidad o a la soberanía democrática. Nos ofrece, a cambio, una contención de los riesgos que ellas mismas generan: una especie de protección mafiosa en un mundo de incertidumbres aterradoras. Una promesa, con toda certeza, tan falsa como la de los políticos de extrema derecha que apelan al narcisismo herido de sus votantes, pero depurada de atavismos y adherencias neofascistas mediante el lenguaje del ciberfetichismo.

La crisis del Covid-19 aceleró está relación de subordinación resignada con los sistemas de comunicación digitales postutópicos. En apenas unas semanas, se exigió a las administraciones públicas y a toda clase de empresas que desarrollaran buena parte de sus actividades en la red. Facebook, Instagram y Whatsapp (todas dependientes de la misma compañía) reemplazaron muchos de los espacios de socialización tradicionales. Netflix y Spotify sustituyeron a nuestras salas de cine y de conciertos. Las oficinas y reuniones se distribuyeron por cientos de miles de hogares conectados por una tupida red de apps privadas. Fue un experimento social oscuro y ambiguo que, en cierto sentido, mostró las limitaciones del proyecto de digitalización generalizada. Hace falta algo tan brutal y violento como una pandemia para que se hagan realidad las fantasías internetcentristas y se produzca una colonización tecnológica profunda de nuestra vida cotidiana.

A menudo, las versiones digitales de la educación o de distintas expresiones artísticas, por no hablar de las relaciones familiares, se mostraron como simulacros pobres, a años luz de las promesas de realidad virtual aumentada. En cualquier caso, la pandemia nos enseñó con una lente de aumento y de forma generalizada la realidad tecnológica en la que ya vivíamos: descubrimos que para continuar con nuestra vida social y nuestra actividad profesional, para acceder al ocio, a la cultura o a la educación era imprescindible aceptar las condiciones impuestas por grandes corporaciones tecnológicas. El núcleo de la sociedad digital realmente existente se nos mostró sin tapujos: un entramado monopolista que permite a inmensas empresas privadas controlar infraestructuras fundamentales tanto de la actividad productiva como de nuestra vida en común y que nos ofrecen a cambio una sucesión interminable de tenebrosas videoconferencias y relaciones tóxicas en las redes sociales.

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Tal vez lo más llamativo es lo poco sorprendente que ha sido este proceso de transformación de la utopía en distopía tecnológica. Lo familiar y coherente que nos ha resultado esta situación de indefensión colectiva y dependencia digital extrema. La razón, al menos en parte, es la casi completa desaparición del movimiento de cultura libre, que ha naturalizado nuestra percepción de la tecnología como una demoniaca caja negra económica y política. Comparado con los impenetrables dispositivos actuales –las tablets y los smartphones– o las plataformas y redes sociales –de Amazon a TikTok pasando por Youtube–, Microsoft o los DRM de principios de siglo parece casi expresiones amables de un capitalismo corporativo de rostro humano. El movimiento pendular desde el tecnoutopismo eufórico al catastrofismo digital hobbesiano se llevó por delante el copyleft, la colaboración digital, el antagonismo mediático, la guerrilla de la comunicación…

Por supuesto sigue habiendo muchísimas personas en todo el mundo que colaboran en las redes, que liberan su trabajo, organizan hacklabs y luchan contra los cercamientos digitales pero, lamentablemente, su presencia programática en el espacio público es anecdótica. No es exactamente una victoria de las fuerzas que buscaban la privatización de los comunes digitales sino algo peor. Una derrota, al menos, es comprensible; puede ser dolorosa pero tiene sentido. Más bien es como si hubiéramos aceptado la necesidad de una planificación centralizada como alternativa a los fallos del mercado y, a continuación, hubiéramos encargado a BlackRock esa tarea.

La agonía de la cultura libre no se muestra solo en el declive de las iniciativas colectivas más articuladas y políticamente ambiciosas. Se han desmoronado incluso la formas básicas y desideologizadas de colaboración digital, como los repositorios culturales colaborativos. A día de hoy, cada vez es más complicado encontrar en el P2P una enorme cantidad de libros, películas, discos, imágenes o subtítulos de películas, algunos auténticos clásicos, que antes era accesibles. En realidad, cada vez es más difícil encontrar usuarios de Internet que sepan usar un gestor de torrents o incluso lo que significa peer-to-peer. La biblioteca de Alejandría digital ya ha ardido y a nadie le ha importado.

La sustitución de los repositorios libres por plataformas privadas no es una anécdota. Tiene efectos espeluznantes sobre la conservación cultural y es un ejemplo paradigmático de las limitaciones de la cultura libre desinstitucionalizada. Cuando comenzó el proceso de digitalización de las publicaciones científicas y, poco a poco, las revistas fueron dejando de publicar versiones impresas, algunos bibliotecarios alertaron de que la ganancia en accesibilidad suponía un riesgo para la preservación documental. Los ejemplares en papel se repartían por muchas bibliotecas alejadas geográficamente, por lo que era poco probable que todos acabaran destruidos accidental o deliberadamente. El préstamo interbibliotecario de publicaciones impresas es una forma de compartir el conocimiento lenta y engorrosa pero robusta. La digitalización permite el acceso desde cualquier lugar del mundo pero si una revista digital cierra su dominio todos sus contenidos pueden llegar a desaparecer. El origen de esta fragilidad no es material sino institucional: las publicaciones digitales no cuentan con el respaldo de una red de seguridad equivalente al sistema de bibliotecas públicas cuya misión es conservar el conocimiento. En realidad, esto no es del todo exacto en el caso de las publicaciones científicas, pues muchas dependen de universidades y centros de investigación públicos que les proporcionan protección y estabilidad. Más allá del zoológico científico, en la jungla de Internet esa labor fue abandonada a las redes colaborativas informales peer-to-peer.

Lo paradójico es que los orígenes de Internet están muy vinculados a la institucionalidad pública. No sólo por las enormes inversiones en ciencia básica que sentaron las bases de la tecnología digital actual. El propio modelo de una red descentralizada fue promovido por organizaciones públicas heterogéneas con misiones y formas de gobernanza muy diferentes que, por eso, apostaron por un sistema de comunicación digital centrípeto. Las grandes empresas de telefonía, en cambio, rechazaron durante mucho tiempo esa opción y apostaron por redes de comunicación centralizadas, como el Minitel francés. La historia política de Internet es una crónica de cómo ese modelo distribuido impulsado inicialmente desde organizaciones públicas a espaldas de los grandes monopolios comunicativos se fue transformando paulatinamente en un ecosistema radicalmente privatizado, adecuado para que prosperen algunos de los mayores monopolios de la historia del capitalismo y, al mismo tiempo, una vivencia individual digital fragmentada y episódica.

El problema de la desinstitucionalización digital se agrava exponencialmente en otros ámbitos –mucho más conflictivos y complejos que la biblioteconomía– como el trabajo, las finanzas, la vivienda, el transporte, la innovación científica y, por supuesto, la comunicación política. En su momento, ni siquiera llegamos a plantearnos este problema porque el activismo digital reprodujo y amplificó una ilusión catastrófica muy habitual entre la izquierda política que consiste en interpretar las derrotas como oportunidades. Nos engañamos releyendo la destrucción del sindicalismo como una liberación del lastre de un obrerismo nostálgico, la degradación de los partidos políticos como una liberación de la jaula de hierro de las organizaciones burocráticas y, finalmente, la desintegración de las instituciones de mediación cultural –periódicos, editoriales, discográficas, bibliotecas– como una democratización del acceso a la cultura gracias a la generalización de un modelo digital descentralizado y basado en el trabajo voluntario.

A partir de 2013, cuando en España algunas organizaciones políticas novedosas intentaron transformar la indignación popular del 15M en una fuerza electoral ganadora, tuvimos ocasión de comprobar los efectos nihilistas de la desinstitucionalización digital. En ausencia de una organización articulada con normas claras, los debates online en foros públicos o grupos de Telegram generaron una burbuja comunicativa descomunal basada en la esperanza de que la inmediatez y el carácter masivo de la discusión sustituyeran con ventaja las normas deliberativas tradicionales.

El resultado fue catastrófico: una especie de performance democrática disfuncional. La mejor prueba es la hipertrofia de votaciones digitales abiertas que se produjo. Tras un sencillo trámite online y sin ningún debate previo, miles de individuos anónimos podían participar en votaciones que decidían las listas y los programas electorales, la composición de las direcciones de los partidos pero también temas tan bizarros como la pertinencia de que el líder de Podemos trasladara su residencia a un chalet en las afueras de Madrid. Creo que puedo contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que en las organizaciones políticas en las que he participado a lo largo de mi vida ha sido necesario recurrir a la votación para resolver un debate. La votación siempre se consideraba un fracaso de la deliberación pues implica la imposición de las mayorías sobre las minorías. Las plataformas políticas digitales, en cambio, estaban en estado de votación permanente precisamente porque no había organización. Las votaciones eran espejismos democráticos que impulsaban dinámicas plebiscitarias en las que sistemáticamente se imponía la opinión de los líderes con mayor presencia en los medios de comunicación y en las redes sociales.

La izquierda siempre ha tenido una gran fe tanto en la organización como en la formación de sus bases. En el nuevo entorno político digital sacrificamos ambas. Podíamos sustituir la organicidad tradicional de partidos y sindicatos por chats en Telegram. Podíamos suplir la falta de experiencia y de argumentarios complejos con habilidades tecnológicas pragmáticas. Creímos que –por motivos generacionales o vocacionales– teníamos un acceso privilegiado a los medios digitales, inalcanzable para nuestros oponentes políticos, viejos dinosaurios analógicos. Desde la perspectiva de 2023 parece una ingenuidad tan tierna como culpable. En 2015 una campaña combinada de bulos virales en Internet y portadas de periódicos tradicionales tardó menos de una semana en provocar una profundísima crisis en el gobierno municipal de Manuela Carmena.

La cuestión no es sólo que la derecha y, sobre todo, la extrema derecha, haya ejercido un monopolio implacable –con algunas excepciones muy importantes, como la oleada feminista de 2017– sobre la capacidad de las redes para marcar la agenda política. El problema es que las redes sociales realmente existentes se adaptan mucho mejor al programa neoautoritaio que a un proyecto emancipador. Cuanto más disparatada sea la campaña, cuanto menos dependa de la construcción de lazos políticos sólidos, mejor es la relación entre el esfuerzo invertido y los resultados. Dedicando una hora al día a Twitter puedes convencer a millones de personas de que la tierra es plana y de que Hillary Clinton participa en una red de pedofilia satánica en una pizzería de Washington. Hacen falta vidas enteras de huelgas, asambleas para convencer a la gente de que el jefe que les explota es un explotador.

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La catástrofe tecnopolítica de nuestro tiempo, en suma, nos resulta tan familiar porque es el Doppelgänger del ciberfetichismo utópico. Durante la primera década del siglo XXI, el problema tecnopolítico por antonomasia era cómo aprovechar la potencia emancipadora del tipo de identidades débiles y fluidas que parecían consustanciales a Internet. El neoautoritarismo contemporáneo ha cambiado las reglas del juego. Nos ha mostrado que Internet es perfectamente compatible con identidades políticas excesivamente fuertes, capaces de proliferar, como organismos extremófilos, en entornos sociales frágiles. Este narcisismo digital ha crecido en el caldo primigenio de la derecha radical pero rápidamente se ha expandido a los ecosistemas políticos progresistas. En cualquiera de sus versiones –neoestalinista, transfoba, conspiranoica, ecocolapsista…–, el trumpismo de izquierdas es un virus político muy agresivo que se caracteriza por un marcado sentido de agravio, una búsqueda casi patológica de liderazgos fuertes y una participación política intensa pero muy individualizada en la que, necesariamente, las redes digitales desempeñan un papel fundamental.

Es muy tentador tratar la tecnopolítica digital como si fuera un espejismo de época destinado al olvido, una más de las innumerables quimeras tecnológicas de la modernidad. De hecho, tenemos que agradecer a la distopía digital contemporánea que haya terminado de un plumazo con la concepción angélica del ecosistema tecnológico como un espacio postmaterial, prácticamente espiritual. La grosería machista de los criptobros ha mostrado sin tapujos la realidad que el ciberfetichismo más urbanizado siempre ha intentado ocultar: nuestros smartphones echan humo, nuestros vídeos de gatitos impulsan la defaunización. El pavoroso consumo energético del minado de bitcoins es la punta del iceberg del impacto medioambiental del digital turn: extractivismo minero con un enorme impacto ambiental, una huella de carbono superior a la del transporte aéreo, penosas tasas de reciclaje… La utopía digital no va a tener lugar, antes de nada, por motivos estrictamente materiales: harían falta varios mundos como el nuestro para universalizar el consumo tecnológico actual de Occidente, no digamos para ampliarlo a la escala que soñó el ciberfetichismo.

Paradójicamente, los mismos motivos que bloquean la posibilidad material de la utopía digital hacen que sea más importante que nunca un proyecto tecnopolítico poderoso y realista. Estamos atrapados en una contradicción performativa. Los usos actuales de la tecnología digital no sólo no van a solucionar la crisis ecosocial sino que la agravan. Al mismo tiempo, para evitar la catástrofe medioambiental necesitamos desesperadamente un uso intensivo pero radicalmente diferente de la tecnología. La auténtica tragedia tecnopolítica es el desperdicio, lo sistemáticamente que infrautilizamos nuestras redes y dispositivos hasta el punto de que ni siquiera somos capaces de desarrollar sus usos políticos alternativos más poderosos. El equivalente de mover un vehículo diésel de más de una tonelada para llevar a una persona de 80 kilos a comprar una cajetilla de tabaco es usar un procesador miles de veces más potente que los del Apolo 11 para compartir memes sin gracia.

Necesitaremos tecnología para racionar, planificar, supervisar y, en general, organizar nuestra transición a sociedades postopulentas y ecológicamente viables. Una tecnología –o, más exactamente, unos usos sociales de la tecnología– que hoy ni siquiera somos capaces de imaginar. Para ello tenemos que refundar la cultura libre desde presupuestos al mismo tiempo más modestos y más ambiciosos. Más modestos porque la tecnología digital no es una fuerza exógena que va a cambiar nuestras sociedades de arriba abajo, como soñó el ciberfetichismo. Más ambiciosos, porque el futuro de la cultura libre está ligado a su capacidad para participar en un movimiento histórico de transformación política emancipadora y postcrecentista. Y sin duda en ese camino compartido saldrán a la luz posibilidades tecnopolíticas que hoy ni siquiera alcanzamos a vislumbrar.

Mi comparecencia en la Comisión de de Ciencia, Innovación y Universidades del Congreso de Los Diputados sobre el Proyecto de Ley Orgánica del Sistema Universitario

La universidad española tiene muchos problemas y querría hablarles de algunos de ellos. Esos problemas pueden llegar a ser cotidianamente desesperantes para quienes estudian o trabajamos en la universidad. Pero nuestras amarguras académicas o laborales no deberían impedirnos reconocer que la universidad española es un proyecto esencialmente exitoso. Una empresa colectiva capaz de producir ciencia de calidad, formar a buenos profesionales, generar pensamiento crítico y transferir conocimiento al conjunto de la sociedad… La universidad ha sido un elemento central en los procesos de democratización, vertebración y modernización de este país.

Dicho esto, quería centrar mi comparecencia en señalar, por un lado, tres problemas recientes y sobrevenidos de la universidad española. Son problemas fáciles de solucionar porque tienen una motivación ideológica. También querría hablar, por otro lado, de dos problemas estructurales, compartidos con otros sistemas universitarios europeos, más difíciles de afrontar pero también más importantes. 

Los problemas coyunturales son, como digo, tres. En primer lugar, la precariedad de parte del profesorado. En torno al 30% de los profesores universitarios españoles son profesores asociados. En Cataluña el profesorado asociado ha llegado a suponer el 44% del total del personal docente e investigador. Como saben, la figura del profesor asociado se creó para que personas cuyo trabajo principal está fuera de la universidad tengan la oportunidad de compartir su experiencia profesional en las aulas. Pero hoy los asociados son mano de obra barata: las universidades no pagan la seguridad social de esos docentes —lo hace la empresa donde desempeñan su actividad laboral principal—, por lo que por unos seiscientos euros limpios disponen de alguien que imparte dos tercios de las clases de un profesor contratado. Lo más grave es que muchos de esos profesores no tienen realmente otro trabajo sino que se pagan ellos mismos su propia seguridad social para poder dar clase. Eso significa que hay gente trabajando en la universidad pública por cuatrocientos euros al mes. Creo que este es un problema coyuntural y de naturaleza ideológica porque el ahorro que suponen esas nóminas jibarizadas es ridículo comparado con el impacto que tiene ese modelo en la calidad de la docencia y la investigación.

El segundo problema coyuntural es el crecimiento descontrolado de centros educativos privados que nominalmente son universidades pero no tienen prácticamente ninguno de los rasgos característicos de un centro universitario. No todas las universidades privadas son así, por supuesto. Hay centros privados con una larga tradición académica que cumplen los estándares universitarios. Pero conviven con una cantidad alarmante de centros de nueva creación que recuerdan más a academias profesionales que a lo que se entiende por universidad en el mundo desarrollado. Esa es una espita que se debe cerrar cuanto antes. La experiencia de otros países nos dice que puede ser el inicio de una espiral descontrolada de degradación de los estudios superiores que conlleva una gran inseguridad tanto para los estudiantes como para sus futuros empleadores, pues los títulos universitarios empiezan a significar cosas completamente distintas dependiendo de qué centro lo haya emitido.

El tercer problema reciente y coyuntural es la irracionalidad burocrática. Imagino que todos ustedes están acostumbrados al papeleo caprichoso pero, créanme, la investigación juega en otra liga. Cada vez es más habitual encontrarse con investigadores de prestigio que renuncian a concurrir a las convocatorias de proyectos de investigación porque consideran que el proceso de solicitud y justificación ha alcanzado tales cotas de complejidad e irracionalidad que es incompatible con la práctica investigadora. Les voy a poner un ejemplo real que se expuso en una reunión reciente de directores de grupos de investigación. “Un investigador necesita un viaje de ida y vuelta Madrid-León. Es un viaje en autobús que cuesta 70,77€ y se tarda aproximadamente 3 minutos en sacarlo en la web de la única compañía de autobuses que realiza el servicio. Sin embargo, para obtener ese billete el investigador principal tuvo que intercambiar 26 correos, realizar 3 llamadas de teléfono a las agencias universitarias, 2 llamadas a la Fundación universitaria y rellenar 3 formularios diferentes. Eso supuso un total aproximado de 6 horas de trabajo a lo largo de más de una semana”. Por supuesto, el coste de esas seis horas de trabajo de un profesor de universidad supera con creces el precio del billete de autobús. Creo que, paradójicamente, el origen del problema es un déficit de burocracia: los recortes presupuestarios han generado un vaciamiento administrativo de las universidades que se ha paliado trasladando el peso de los procesos de supervisión y rendición de cuentas a los propios investigadores mediante dispositivos marcados por la desconfianza extrema. 

Respecto a los problemas estructurales quería señalar muy sucintamente dos. El primero es la desigualdad. La desigualdad es un problema creciente en la universidad española. No tiene nada de sorprendente porque lo es en el conjunto de la sociedad española. 

Existe, en primer lugar, una fuerte desigualdad entre nuestros estudiantes, en buena medida heredada de la educación preuniversitaria, donde la segregación educativa es brutal. Los estudiantes de clase alta están muy sobrerrepresentados en la universidad. Son nada menos que el 55% de los estudiantes, la clase media supone el 34,4% y la baja apenas el 10,6%. Una de las razones es que los estudiantes de clase alta se pueden permitir muchos más tropiezos en el camino. El 56% de los hijos de profesionales de clase media-alta con notas malas o regulares en la enseñanza obligatoria pasan a la educación postobligatoria. En el caso de los hijos de trabajadores manuales sin cualificación, el porcentaje es del 20%. Pero la desigualdad se manifiesta, además, en la segregación horizontal: los hijos de padres sin estudios universitarios tienen quince veces menos probabilidades de titularse en ingenierías que los hijos con padres universitarios. 

La universidad no sólo hereda desigualdad, también la conserva y reproduce. Por encima de todo, debido a un sistema de becas absolutamente tacaño y suspicaz y al alto precio de las tasas, especialmente en los postgrados. Pero también a causa de otras dinámicas institucionales transversales y menos visibles, como la escasa sensibilidad hacia los estudiantes que compatibilizan los estudios con el trabajo. 

La desigualdad, en segundo lugar, no sólo afecta a los estudiantes, sino también a los investigadores y docentes. A menudo oigo decir que lo que debería hacer la universidad es imitar a la empresa privada. Es una idea de no comparto de ninguna manera. Pero imagínense una empresa en la que a los cuatro años de trabajar en ella alguien te dijera: “Tu rendimiento es excelente, seguimos necesitando a alguien que ocupe tu puesto de trabajo pero te vamos a despedir. Si quieres volver a trabajar con nosotros puedes esperar a que publiquemos una oferta de empleo y volver a enviarnos tu currículum”. La inestabilidad docente no sólo es una política de recursos humanos irracional sino que tiene una dimensión clasista. Muchas personas pasan años como profesores precarios con la esperanza de, en algún momento, acceder a un puesto estable. Evidentemente, para poder jugar a esa lotería universitaria es casi imprescindible contar con un colchón económico familiar.

Si no nos sentimos proclives a solucionar esa situación por generosidad deberíamos hacerlo por egoísmo. La desigualdad en la investigación y la docencia supone un brutal despilfarro de talento. No sólo por la gente que se queda por el camino sin tener la oportunidad de demostrar su valía científica. También porque muchos investigadores dedican los años inmediatamente posteriores al doctorado, a menudo el momento de su vida en el que tienen más energía, tiempo e imaginación, a hacer malabarismos para abrirse un hueco laboral en la universidad. Sometemos a los jóvenes que aspiran a convertirse en investigadores a una criba despiadada, y los pocos que sobreviven a esa selección salvaje se encuentran con que deben dedicar sus mejores años a convertirse en buscavidas académicos. La precarización académica no solo conlleva sufrimiento personal, también significa un inmenso desperdicio científico, un enorme despilfarro de talento y esfuerzo colectivo.

La desigualdad universitaria tiene otras muchas dimensiones de las que no tengo tiempo para hablarles. Pero no quería dejar de mencionar que la desigualdad afecta profundamente a la relación entre la universidad y el resto de la sociedad. El elitismo universitario –esa forma fantasiosa de imaginar la universidad sacada de alguna película estadounidense– nos priva de aprovechar la enorme capacidad de las universidades para construir infraestructuras sociales y nos aboca a la privatización del conocimiento, con el disparatado coste económico y social que eso supone, limitando además la interacción y retroalimentación de la universidad con otros ámbitos de la sociedad.

El segundo problema estructural que querría señalar sucintamente tiene que ver con la docencia universitaria. La universidad moderna tiene un carácter dual, es una institución simultáneamente dedicada a la docencia y a la investigación. Socialmente la docencia es al menos tan importante como la investigación, seguramente mucho más. Sin embargo, la propia universidad –en sus procesos de reclutamiento y evaluación– privilegia la investigación. También en la identidad profesional del profesorado universitario, la forma en que nos vemos a nosotros mismos, tiene mucho más peso la investigación que la docencia. 

El resultado es que la docencia universitaria es una especie de caja negra de la que sólo se habla cuando se produce alguna catástrofe, alguna clase de escándalo. Eso no significa que la calidad de la docencia universitaria en España sea mala. No tengo para nada esa impresión y los informes de calidad no dicen eso. Pero sí que tenemos limitaciones para intervenir colectivamente sobre los procesos de mejora de la docencia. 

El equilibrio entre docencia e investigación es inevitablemente complejo, pero creo que en las últimas décadas la situación ha empeorado por dos motivos. En primer lugar, las crecientes exigencias curriculares que han introducido las agencias de evaluación privilegian radicalmente la excelencia investigadora entendida, además, en unos términos muy restrictivos. Básicamente la ANECA examina la publicación en revistas de alto impacto y los proyectos financiados. Otras dimensiones de la investigación tienen una presencia testimonial en los procesos de acreditación y el peso de la excelencia docente es sencillamente marginal. Voy a decirlo con claridad. A día de hoy, en la universidad española dedicar tiempo y esfuerzo a mejorar la docencia está fortísimamente desincentivado. La innovación y mejora docente es una opción personal, costosa y muy solitaria, casi nunca una dinámica colectiva e institucional.

En segundo lugar, las medidas legislativas que se han implementado para mejorar la docencia, especialmente a partir del plan Bolonia, contrastan radicalmente con la realidad laboral que experimenta cotidianamente el profesorado. Por ponerles un ejemplo, la obligatoriedad de ofrecer clases prácticas en cada asignatura se enfrenta a la realidad de la masificación. En un grupo con 90 estudiantes, los estudiantes se dividen efectivamente en tres subgrupos de 30 personas pero el profesor, lamentablemente, no se puede dividir por mitosis. Pretender que un profesor acompañe de forma personalizada a tal vez 300 estudiantes a lo largo de un curso es una broma de mal gusto. Lo peor es que esta realidad genera un clima de atrincheramiento del profesorado respecto a cualquier innovación docente, que es recibida inmediatamente con desconfianza. No creo que los problemas de la docencia universitaria se solucionen sólo con más profesorado. Hay dilemas que tienen que ver con la cultura institucional. Pero es muy difícil que se empiecen a solucionar sin más profesorado. 

Por último, los problemas de la docencia universitaria no afectan sólo a la forma en que se imparten las materias sino también a qué se imparte. Muy especialmente, la universidad española tiene un déficit clamoroso en educación ambiental. Medio siglo después del Informe del Club de Roma la presencia de contenidos curriculares relacionados con la crisis ecológica sigue siendo marginal en nuestra educación superior. Lo más habitual es que un estudiante de ingeniería de caminos, derecho, psicología, periodismo o economía se gradúe sin haber recibido la más mínima formación reglada en materia medioambiental. Este no es un déficit educativo entre otros. La transición ecológica es un desafío que va a vertebrar, nos guste o no, los esfuerzos colectivos de todas las sociedades del planeta durante las próximas décadas. Necesitamos titulaciones de ingeniería cuyos egresados diseñen infraestructuras teniendo en cuenta los impactos del cambio climático. Necesitamos que los grados en Derecho, Economía o Administración de Empresas preparen a sus estudiantes para cambios normativos impuestos por las políticas de transición ecológica. Necesitamos ciencias sociales capaces de introducir el factor ecológico en la comprensión de conflictos sociales emergentes. Por encima de todo, necesitamos una ciudadanía ecológicamente instruida para tomar partido en los grandes debates que marcarán la transición ecológica.

Nostalgia de racionamiento

Publicado originalmente en El País 23/11/2019

La caída del muro de Berlín pilló a David Hasselhoff, protagonista de la serie El coche fantástico, promocionando su primer disco. La Nochevieja de 1989 fue el primer cantante estadounidense que actuó en la República Democrática Alemana (RDA). Lo hizo subido a una grúa suspendida sobre el Muro, desde donde interpretó en playback una canción titulada Looking for Freedom(buscando la libertad). No a todos los berlineses les impresionaron las habilidades vocales pregrabadas de Hasselhoff. En un vídeo de la televisión alemana se aprecia cómo al menos dos personas le lanzan bengalas que pasan a centímetros de su cabeza. Es una escena que encarna a la perfección las debilidades de la interpretación dominante de la unificación alemana, que viene a ser una reformulación del lema de los Teletubbies: “¡Abrazo grande!”.

El escritor Heiner Müller denunció insistentemente esos relatos de la reunificación que cancelaban una experiencia histórica compleja que implicaba a millones de personas. Cualquier demócrata debería condenar la dictadura estalinista, pero la reprobación no es lo único que se puede decir sobre la vida en el Este. En especial, la caída del Muro significó la demonización del vocabulario político relacionado con la planificación económica. En la era salvaje de la globalización, el mensaje era nítido: los estalinistas racionaban, los demócratas no. La centralización, se decía, llevaba a un círculo vicioso de escasez y despilfarro; la competencia mercantil, a la abundancia para todos.

Sería absurdo infravalorar las debilidades sistémicas de las economías soviéticas, pero no siempre ni necesariamente tenían que ver con la centralización. Como ha señalado Óscar Carpintero, la mayoría de los bienes sujetos a planificación en el Este se producían autónomamente en empresas regionales, con un alto grado de delegación. Las economías de Polonia, Checoslovaquia y Hungría estaban tan monopolizadas como la de Estados Unidos. En 1990, las 100 mayores compañías checoslovacas reunían el 26% del empleo; en Estados Unidos era el 24%. Ningún sátrapa soviético soñó jamás con el nivel de monopolio de nuestra industria del automóvil, con el grado de planificación e integración vertical de Amazon o Walmart.

Pero, sobre todo, el capitalismo ha arrojado a la humanidad a una dramática crisis de escasez de energía, minerales, suelos fértiles y recursos necesarios para la vida. Nos negamos a reconocerlo por una mezcla de miopía y egoísmo: harían falta tres mundos y medio para generalizar las pautas de consumo de los españoles. Eso significa que estamos acaparando bienes y servicios esenciales a los que millones de personas —tal vez nosotros mismos— no tendrán acceso en el futuro. Somos estraperlistas históricos enredados en su propio timo piramidal. Los supermercados capitalistas están tan desabastecidos como los soviéticos: no lo vemos porque vivimos instalados en el saqueo ecológico.

Algunos estudios señalan que la arena común se está convirtiendo en una materia prima cada vez más escasa y cara. En países como la India han aparecido mafias violentas dedicadas al tráfico de arena. Es sólo un anticipo pintoresco de una pauta que se volverá recurrente. Cada vez más bienes y servicios hoy abundantes en Occidente —como los viajes en avión, la calefacción o la carne— se volverán inaccesibles para la mayoría. La cuestión es si el reparto de esos recursos escasos se producirá a través del mercado, de forma que unos pocos los acapararán; si dará lugar a una dictadura burocrática, como en la RDA, o si somos capaces de imaginar una forma de planificación justa, igualitaria y sostenible.

Según Selina Todd, cuando en 1949 los laboristas británicos retiraron los controles sobre los alimentos y el combustible creados durante la II Guerra Mundial, se enfrentaron a una oleada de indignación. La mayoría de la gente exigía que se mantuviera el racionamiento porque temían que, en caso contrario, aumentarían las desigualdades, como efectivamente ocurrió. Es una lección valiosa. Necesitamos cartillas de racionamiento medioambientales que aseguren que, entre otras muchas cosas, la energía, el transporte o los alimentos se reparten según criterios democráticos basados en las necesidades sociales. La alternativa es un escenario distópico de ecofascismo y guerra.

Diez ensayos que me han interesado en 2019

Como bastante gente me lo ha pedido, he hecho una lista de diez ensayos publicados en 2019 que me han interesado y con los que he aprendido.

• Corey Robin, La mente reaccionaria (Capitán Swing)

• Wendy Brown, Estados del agravio (Lengua de Trapo)

• Timothy Morton, Ecología oscura (Paidós)

• Darian Leader, ¿Por qué no podemos dormir? (Sexto Piso)

• Alberto Santamaría, Alta cultura descafeinada (Akal)

• William Davies, Estados nerviosos (Sexto Piso)

• Adrienne Rich, Ensayos esenciales (Capitán Swing)

• Anselm Jappe, La sociedad autófaga (Pepitas de Calabaza)

• José Luis Moreno Pestaña, Retorno a Atenas (Siglo XXI)

 

Algunas razones por las que ya no digo “estado español”

Durante mucho tiempo la izquierda española a la que me siento más afín ha considerado que su papel en los conflictos territoriales que han atravesado –con distintas intensidades– la vida política de nuestro país en las últimas décadas era el de acompañar a la izquierda soberanista de Cataluña, Euskadi o Galicia. Nos sentíamos cómodos con la reivindicación del derecho de autodeterminación –una lucha clásica de las tradiciones antiimperialistas–, la denuncia de la pervivencia de inercias franquistas en la vida política y la carencia de un genuino proceso de justicia transicional en nuestra historia reciente. Sobre todo porque a menudo esas reivindicaciones implicaban marcar distancias con la derecha nacionalista del PNV o CIU, que pactaba con el PSOE y el PP políticas mercantilizadoras y en cuya agenda tampoco parecía ocupar un lugar prominente, más allá de declaraciones retóricas ocasionales, la soberanía popular.

Esa posición de la izquierda radical española era difícil y fácil. Era difícil porque te garantizaba no pocos enfrentamientos –no sólo ataques dialécticos sino reproches  personales e incluso agresiones–, en especial, durante los años en los que la derecha supo utilizar la movilización popular contra el terrorismo como una vía para deslegitimar cualquier posición ya no antagonista sino ligeramente discrepante con el discurso del “todo es ETA”. Cualquier mínima desviación respecto al relato oficial te convertía en cómplice intelectual de la violencia terrorista.

Pero esa posición también era demasiado fácil porque nos servía para evitar hacernos preguntas incómodas sobre nuestro propio proyecto político y su arraigo en alguna concepción de país. Teníamos algo que decirnos con los independentistas que compartían nuestras coordenadas ideológicas. Pero, en cambio, ¿qué teníamos que decirnos con nuestros vecinos? ¿Con esa gente que afirmaba con toda sinceridad que no era nacionalista pero no cuestionaba la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía o el encarcelamiento de Arnaldo Otegui y a la que la idea de república les sonaba a enfrentamiento y prehistoria política? La respuesta estándar era que no teníamos nada que decirnos con ellos porque eran una turbamulta alienada a la que la derecha postfranquista había lavado la cabeza. Era una respuesta reconfortante pero, al menos en parte, falsa. La realidad es mucho más compleja.

Hace unos años, una profesora en el colegio infantil al que asistía mi hijo mayor propuso que los niños participaran en la fiesta de final de curso vestidos con la camiseta de la selección española y con la cara pintada en rojo y amarillo. Unas cuantas familias políticamente progresistas rechazamos con horror la idea. Uno de los argumentos que dimos es que sería una especie de imposición nacionalista para las familias migrantes, procedentes de muy distintos países. Para nuestra estupefacción, todas las familias migrantes de la clase, sin excepción, nos contestaron que a ellos la propuesta de la profesora les parecía una idea excelente y vivieron con alegría y normalidad aquella orgía españolista. Desde entonces, me esfuerzo por mirar de otra manera a mis vecinos que cuelgan una bandera de España en su balcón. Tal vez no todos sean representantes de la ultraderecha nacionalista. O sí, pero puede que sea porque nadie les ha ofrecido una alternativa desde la izquierda que les permita vivir de otra manera su relación cultural y sentimental con su país.

Durante mucho tiempo no nos dimos cuenta de todo esto porque parecía que no importaba. La derecha apenas se atrevía a recurrir a la idea de España como elemento de movilización, excepto en círculos militantes muy reducidos, porque les relacionaba con la dictadura. Por eso hablaban de la “marca España”, una expresión que siempre me ha dejado estupefacto: si yo fuera patriota, creo que no me haría mucha gracia que trataran mi país como su fuera un producto de supermercado. Desde la izquierda pensábamos que estábamos en una posición envidiable, congruente con el supuesto declive de los estados-nación, las corrientes globalizadoras y la aparición de nuevas formas de ciudadanía desterritorializada: la historia habría hecho por nosotros el trabajo de librarnos del lastre patriótico, que ya no pintaba nada en el mundo de Internet y la globalización. Esa fantasía nos ha estallado en la cara cuando, de repente, todo el país se ha llenado de banderas de España, la ultraderecha ha logrado una movilización social sin precedentes, miles de policías han desembarcado en Cataluña para impedir a la gente votar y la Audiencia Nacional se dedica a encarcelar presos políticos. Más allá de las muestras de solidaridad con las víctimas de la represión, lo cierto es que la izquierda no españolista se ha quedado arrinconada en un espacio puramente defensivo y reactivo.

Mucha gente en Cataluña cuyo criterio político aprecio se ha ido desplazando desde una posición soberanista en la que era crucial la distinción de una vía propia de la izquierda independentista a otra en la que la prioridad estratégica es la ruptura con España para, así, aprovechar la ventana de oportunidad que se abriría con un proceso constituyente desde el que impulsar un proyecto emancipatorio. Es un trayecto político que, en buena medida, tiene que ver con la extendida sensación de que desde España es imposible hacer nada, de que no hay ningún alternativa para la izquierda en el país de la Gurtel, el GAL y las concertinas en Ceuta. Seguramente hay una parte de realismo en ese diagnóstico, pero creo que sólo una parte. España es también el 15M, Gamonal, las mareas en defensa de los servicios públicos, la PAH o la huelga feminista.

La verdad es que nunca me ha importado gran cosa la unidad de España. Podría vivir sin ella perfectamente. No soy independentista pero sí he sido insumiso y la bandera española es para mí una especie de magdalena proustiana del militarismo y la cárcel. A pesar de todo eso, creo que a la izquierda no españolista nos ha llegado la hora de empezar a explorar la opción incómoda: atrevernos a reconocer la tensión entre nuestro propio proyecto y el independentista y sentar las bases no sólo jurídicas sino también culturales y sentimentales para que ese enfrentamiento pueda ser dirimido con razones y no mediante la fuerza. Es decir, no sólo denunciar la represión política de los independentistas o apostar por una solución dialogada a los conflictos territoriales, sino también articular un “unionismo” –uso deliberadamente un término con connotaciones peyorativas– no nacionalista y democrático que reconozca el derecho a la autodeterminación.

Es un paso que no sólo me da una pereza descomunal sino que está lleno de peligros. Al margen de la posibilidad manifiesta de hacer el ridículo, el primer y más evidente riesgo es que un movimiento como este puede reforzar el marco discursivo que ha logrado imponer exitosamente la derecha españolista, legitimando los términos en los que está planteando el debate territorial y su uso frentista de los símbolos nacionales. El segundo es el de sobrevalorar, como creo que hacen los partidarios de las hipótesis populistas, el papel del patriotismo como catalizador de un proceso de transformación política emancipadora: puestos a jugar a la ciencia (política) ficción, casi me quedo con el obrerismo de toda la vida.

Alguna vez he dicho, en broma, que tal vez deberíamos proponer que la bandera asturiana se convierta la nueva bandera española. Prácticamente no hay un solo acto de masas deportivo, musical o político, en el que no me encuentre a alguien con una bandera asturiana. Puede ser una manifestación antirracista, un partido de futbol, un concierto de los Rolling Stones o una manifestación neofascista por la unidad de España. Cada uno le atribuye el sentido que quiere y se siente legitimado para ello: para unos la bandera asturiana evoca Octubre del 34, para otros Pelayo y para todos los demás Fernando Alonso.

Es una broma que nos recuerda que la reivindicación desde la izquierda de una idea y un proyecto de país es un horizonte que nos queda tan lejos política y culturalmente que ni siquiera conseguimos imaginar en qué podría consistir. Pero también lo excepcional que resulta que los símbolos de un país (la idea misma de ese país) haya sido secuestrada por la derecha política. Creo que acabar con esa excepcionalidad, por difícil y poco atractivo que nos resulte, sería bueno para la izquierda española, que podrá desafiar al frente nacionalista español con un proyecto propio. Pero creo que también sería bueno para el independentismo de izquierdas, que necesita un adversario leal, dispuesto a argumentar y no imponer. Lo necesita, entre otras cosas, porque es la única vía para hacer frente a sus propios conflictos: a día de hoy el independentismo catalán es un proyecto masivo y con raíces populares pero no necesariamente mayoritario ni mucho menos hegemónico. Un proyecto constituyente realista sólo puede articularse desde el reconocimiento de esa tensión sobre la que se solapan conflictos sociales.

Las luchas territoriales atraviesan hoy una situación de empate catastrófico de la que sólo sacan partido las fuerzas política nihilistas –bastante difundidas por todo el espectro ideológico, para qué nos vamos a engañar– que se alimentan de la autodestrucción del espacio deliberativo y democrático. Necesitamos un cambio profundo que reconduzca toda esta energía por el lado de la deliberación y la resolución dialogada de los conflictos. No creo que la recuperación y reinvención de la idea de país y de algunos de sus símbolos por parte de la izquierda española sean la piedra filosofal de ese desplazamiento. Se trata de una pieza menor que, sin embargo, no podemos seguir ignorando eternamente.


 

Este texto es una versión ligeramente modificada del artículo que, por invitación de Lluc Salellas, miembro del Secretariado Nacional de la CUP y concejal del Ayuntamiento de Girona, escribí para una recopilación de textos de su padre titulada Sebastia Salellas, Advocat i activista. L’esquerra que va sobreviure a la Transició (2018).

(Algunos de) los mejores ensayos de 2018 (EMHO)

Estos son algunos de los ensayos dirigidos a un público amplio editados en 2018 que más me han interesado:

  1. El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010). Selina Todd (Akal)
  2. Comprender las clases sociales. E. O. Wright (Akal)
  3. Compórtate. Robert Sapolsky (Capitán Swing)
  4. Armas de destrucción matemática, Cathy O’Neill (Capitán Swing)
  5. Gran Hotel Abismo. Stuart Jeffries (Turner)
  6. La dulce ciencia. A. J. Liebling (Capitán Swing)
  7. En los límites de lo posible. Alberto Santamaría (Akal)
  8. Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española. Eduardo Maura (Akal)
  9. Extraños en su propia tierra, Arlie Russell Hochschild (Capitán Swing)
  10. Capitalismo de plataformas. Nick Srnicek (Caja Negra)

 

Mi pregón en la XI Ventolera Republicana

El pasado sábado me invitaron a leer el pregón de la XI Ventolera Republicana, en Gijón, una fiesta organizada por la Charanga Ventolín. La Charanga Ventolín es una auténtica institución de la izquierda asturiana.  Desde hace décadas ha estado presente en movilizaciones de todo tipo. Por ella han pasado personas a las que he querido y admirado muchísimo, así que me hizo mucha ilusión el encargo del pregón pero, al mismo tiempo, me costó un montón escribirlo. Me temo que el resultado no es todo lo bueno que merecía la ocasión pero, aún así, lo comparto aquí como muestra de admiración y respeto.

 

No hay que fiarse mucho de los diccionarios, pero los diccionarios dicen que una ventolera es un viento fuerte, una ráfaga violenta que se levanta de golpe y dura poco. Y también que una ventolera es una determinación inesperada que se considera extravagante.

Así que creo que todos los que estamos aquí hoy tenemos algo de ventolera. Nos gustan los vientos fuertes, aunque sean breves. Porque aunque no cambien las cosas un poco sí que despejan las mesas. Se llevan algo de podredumbre. Por ejemplo, a M punto Rajoy –sea quien sea– con sus sobres. A Artur Mas y su 3%. A la condesa Aguirre y su Púnica. A la licenciada Cifuentes, para que tenga tiempo de completar sus estudios. A Zoído, el admirador de los cowboys, y a todos los que protegen a los torturadores. A Rodrigo Rato y las tarjetas black. A Andrea Fabra y su “Que se jodan”. Andrea, sin acritud: jódete tú. Que se jodan todos ellos.

Toda nuestra vida nos han llamado extravagantes. Y la Charanga Ventolín nos ha acompañado en muchas de esas extravagancias. Recuerdo a mi lado a la charanga, cada vez más afinada, desde que era niño. Cuando pedimos el no a la OTAN, cuando nos opusimos a la reconversión industrial, cuando defendimos el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, en muchas huelgas y cuando dijimos “nucleares no”, cuando nos declaramos insumisos, cuando viajamos a Seattle y a Genova y a Praga, cuando dijimos “No a la guerra”. También cuando llenamos las plazas y salimos en marea a defender la sanidad y la escuela pública.

En cada una de esas ocasiones, siempre nos dijeron lo mismo, que somos unos excéntricos, que nos dejáramos de juegos y ventoleras y sentáramos la cabeza, que había que ser realista y responsable.

Un amigo me contó una vez que tenía que entrar en un edificio oficial muy importante. En la puerta había un guardia civil. Cuando mi amigo se acercó el guardia le hizo un saludo militar y mi amigo se echó para atrás rápidamente porque pensó que el guardia le iba a soltar una hostia. Supongo que la gente responsable es esa que nunca tiene miedo de que un policía le de una hostia. Esa gente a la que nunca meterán en la cárcel trece años por grabar en vídeo a un guardia civil mentiroso que ha arruinado la vida a varios jóvenes de un pueblo vasco.

No, no queremos ser responsables. No queremos ser responsables como la ley mordaza, no queremos ser responsables como el impuesto al sol, responsables como el rescate a la banca, responsables como la audiencia nacional y sus jueces prevaricadores, responsables como un crucero gigante decorado con la cara de Piolín en el que viajan cinco mil policías para pegar a gente que sencillamente quiere votar.

Y por eso celebramos una ventolera. Feliz ventolera a todos los que últimamente se han levantado de golpe y con fuerza contra una normalidad monstruosa. Feliz ventolera a todos los que han tenido una determinación inesperada y repentina. A todos los extravagantes que dicen “sí se puede”, en la plaza, en el parlamento, en la asamblea o en la huelga.

Feliz ventolera a los pensionistas que han dicho basta y se niegan a ver como una vida de esfuerzo se esfuma entre los tantos por ciento de un austericidio a cámara lenta.

Feliz ventolera a los clubes, como el Ceares, que nos han recordado que la belleza del fútbol no está en las piruetas de un multimillonario ciclado y chulo sino en la emoción del esfuerzo compartido entre jugadoras, jugadores, amigos y seguidores.

Feliz ventolera a las kelis y a los repartidores de Amazon y a los riders de Deliberoo y al sindicato de manteros, que nos han mostrado el camino de la lucha y de la unidad allí donde sólo veíamos precariedad solitaria.

Feliz ventolera a los que al cantar, al rapear, al escribir o al hacer chistes ofenden a alguien. Porque la libertad de expresión consiste precisamente en que a todos nos puedan ofender por igual.

Feliz ventolera a las radios libres que, como Radio Kras, llevan décadas explorando la izquierda del dial.

Feliz ventolera a los que borrachos como cubas se caen en hoyos pero tienen amigos igual de borrachos que les ayudan a salir y les cuidan.

Feliz ventolera a quienes resisten los desahucios, a quienes ponen sus cuerpos ante los esbirros de la banca para impedir que una familia se quede sin hogar. A quienes okupan para hacer las ciudades más nuestras y menos del dinero.

Feliz ventolera, sobre todo, a los millones de mujeres que este año nos han ayudado a ser más libres y más iguales, o sea, a vivir mejor. Porque el privilegio somete al que obedece pero impide llevar una vida digna también al que se beneficia de él.

Y no feliz ventolera sin más, sino feliz ventolera republicana.

Me contaron que hace años, en los tiempos de la dictadura, había un hombre que rondaba los ministerios de Madrid. De vez en cuando se acercaba a alguien que salía con cara de agobio de un ministerio y él se ofrecía a mediar en sus gestiones. Le decía: “No me tienes que pagar nada si no quieres. Yo intento arreglártelo y si la cosa va bien, vuelves otro día y me pagas lo que te parezca”. En realidad, aquel hombre era un estafador. Él no hacía absolutamente nada. A veces los trámites salían bien y entonces la gente estaba tan contenta que volvía y le daba una generosa propina pensando que había sido cosa suya. Otras veces las cosas no se arreglaban y sencillamente la gente se olvidaba de él, sin culparle de nada.

Más o menos en eso consiste ser rey. En no hacer nada y que te vengan a dar las gracias y a pagar por ello.

Pero no somos republicanos sólo porque nos moleste tener a unos estafadores instalados en la Zarzuela. Nos salen caros, es verdad. Pero comparados con lo que cuesta un superpuerto o un kilómetro de autopista, seguramente no es para tanto. Ser republicano es algo más.

Este año hablar de república se ha vuelto un poco diferente. Más que nada porque prácticamente aquí al lado proclamaron una hace seis meses. Es verdad que no todo el mundo estaba de acuerdo en proclamarla pero muchos pensábamos que merecía la pena preguntar a la gente. Y, desde luego, que a nadie le deberían mandar al hospital o a la cárcel por querer meter un voto en una urna.

Somos republicanos porque lo contrario de la república no es la monarquía, lo contrario de la republica es la ausencia de democracia.

Porque la república, como la democracia, consiste en tomarse en serio la igualdad. Y la monarquía nos recuerda lo poco iguales que seguimos siendo.

Decimos viva la republica siempre que podemos para que nadie, nunca más, sea súbdito. Para que nadie, nunca más, tenga que agachar la cabeza. Nadie: ni los trabajadores migrantes, ni las personas que no llegan a fin de mes, ni los que tienen que marchar porque no encuentran trabajo, ni las madres solas, ni los que quieren hablar la lengua en la que se criaron y no les dejan hacerlo

No sólo tenemos un rey. Tenemos muchos reyecitos en cada banco, en cada empresa del IBEX35, en cada ayuntamiento, en cada delegación de gobierno, en cada comisaría, en cada universidad privada… Tenemos reyecitos en cada casa y en cada familia. Los republicanos queremos echar a ese rey de la Zarzuela, sí, pero sólo porque es el primer paso para acabar con todos esos otros reyes, los de ahí fuera y los que llevamos por dentro.

Y es un orgullo hacer una ventolera republicana en Gijón. Durante años y años, siglos tal vez, en Gijón nos hemos reído de la gente que se da demasiados aires. A veces pienso que sólo con ser de aquí uno ya está a punto de ser republicano.

Llevo toda mi vida aclarando que soy de Gijón. Nací en Cataluña y vivo en Madrid desde hace veinte años. Pero sigo soñando con Cimavilla y los Pericones, con Deva, el Muro y el Muselín. Sigo soñando con una ciudad capaz de erigir una estatua muy emotiva de una madre despidiendo a su hijo emigrante y luego llamarla “la Lloca del Rinconin”. Este es el único lugar del mundo donde el barrio de pescadores, durante sus fiestas, hace una procesión laica para hacer un homenaje a Fleming, el inventor de la penicilina, alguien que ha traído mucho más bienestar al mundo que la Santina. Y eso también es ser un poco republicano.

Una ventolera es un viento fuerte, nos dicen. Y una especie de locura, nos dicen también. Hoy tenemos que ser las dos cosas. Porque hace falta mucha fuerza y un poco de locura para sacarnos el miedo del cuerpo y atrevernos a cambiar todo lo que necesitamos cambiar.

Pero también necesitamos aprender a convertirnos en brisa, en ese viento continuo del que no se habla, que casi no se nota pero nunca para y poco a poco lo va transformando todo sin que nadie se de cuenta.

Seamos brisa igualitaria, brisa libre, brisa antiautoritaria y fraterna.

Seamos brisa cada día y esta noche ventolera.

Los dilemas de la enseñanza pública: más allá de los recortes

Uno de los efectos más perniciosos de los ataques neoliberales a la educación pública es que ha generado entre el profesorado una dinámica reactiva de atrincheramiento corporativo. De modo que cualquier diagnóstico de los dilemas de la enseñanza pública es interpretado en términos de complicidad con la privatización.

En España el porcentaje del PIB destinado a educación ha pasado del 5,1 al 3,8%. Tenemos pocos profesores, mal pagados, en situaciones laborales precarias –más del 25% son interinos–, con gran cantidad de tareas que atender, abrumados por la irracionalidad burocrática y obligados a atender a familias y alumnos que atraviesan situaciones económicas y sociales muy difíciles. Todo ello es cierto y cualquier análisis que lo olvide estará inevitablemente sesgado. Ahora bien, los desafíos de la educación pública no se limitan, ni por lo más remoto, a la falta de financiación. En todos los tramos de la educación se da una manifiesta desmotivación de una parte del profesorado y fallos garrafales en los sistemas de reclutamiento y evaluación, en el aprendizaje y el uso de herramientas pedagógicas o en las estrategias para implicar a las familias en la creación de una comunidad educativa digna de tal nombre.

Obviamente esta es una generalización injusta. En primer lugar, porque se va acentuando a lo largo del trayecto educativo: las cosas funcionan mucho mejor en las escuelas infantiles y en primaria que en secundaria o en la universidad. En segundo lugar, porque existen en nuestro país experiencias realmente asombrosas de innovación pedagógica en la educación pública, muchas de ellas con el mérito añadido de desarrollarse en entornos sociales muy difíciles. El problema es que son experiencias heroicas basadas en la entrega de profesores extraordinarios que, por eso mismo, no tienen ninguna posibilidad de generalizarse, normalizarse e implantarse institucionalmente.

Lo característico de la docencia en la educación pública española no es tanto que los profesores lo hagamos mal como que da igual que lo hagamos bien o mal. Como profesor universitario no dejará de sorprenderme que ningún miembro de la administración –ni en el momento de mi contratación ni posteriormente– me haya observado impartir clase, o sea, el trabajo por el que me pagan. En todos los tramos de la enseñanza los profesores tóxicos, realmente irrecuperables, son una pequeña minoría, pero tienen la seguridad de que su puesto de trabajo no peligra. En realidad, es mucho más grave el efecto de esta indiferencia sobre los buenos profesores, que sienten que no hay el menor reconocimiento institucional a su esfuerzo, al contrario, a menudo perciben más bien hostilidad.

Me molesta profundamente reconocerlo, pero todo indica que en la educación concertada esto ocurre en menor medida. El miedo al despido de los profesores de la enseñanza concertada genera una orientación al cliente que finalmente se traduce en algo parecido a una orientación al alumno, tal vez epidérmica pero real. Por eso en una parte significativa de los colegios concertados –no sólo los laicos– se emplean técnicas pedagógicas más ricas, los profesores están más concienciados de su propia formación profesional y las familias están más implicadas en la vida del centro. Es una descripción, de nuevo, muy antipática y sesgada pero creo que se aproxima bastante a la realidad o, al menos, ayuda a señalar un problema real. Desde luego, la motivación basada en el temor a perder el empleo es infinitamente peor que la motivación intrínseca relacionada con la vocación profesional y la lealtad institucional, pero seguramente es mejor que ninguna motivación.

Lo que quiero decir es que desde la izquierda no hemos podido, ni sabido ni querido disputar el debate sobre la renovación pedagógica y los procesos de selección de los profesores y la evaluación durante la carrera docente. La derecha se ha apropiado de él y lo ha deformado hasta convertirlo en un infierno mercantilizador, en un purgatorio meritocrático o, en el mejor de los casos, en un delirio de innovación educativa lisérgica llena de post-its de colorines, flipped clasrooms y toneladas de dispositivos digitales. Nos hemos atrincherado en la idea de que todo está bien y sólo necesitamos más dinero. O bien de que todo está mal pero que sólo se podrá empezar a solucionar cuando haya más dinero. Es una estrategia políticamente suicida.

La derecha ha sabido construir un proyecto educativo capaz de interpelar a una mayoría social a partir de dos ingredientes básicos. En primer lugar, la retórica de la excelencia. Frente al antiguo énfasis en la universalidad, el valor dominante en la ideología educativa contemporánea es la calidad, que se desarrolla a través de la innovación educativa y el desarrollo de habilidades apreciadas por el mercado, sobre todo, tecnologías e idiomas. En el fondo, es un mecanismo de emulación de las clases altas, un sucedáneo low cost de los mecanismos de distinción educativa de las élites. El segundo ingrediente del proyecto pedagógico dominante es la aconflictividad. La educación se presenta como un mecanismo de mejora social consensual, que no exige enfrentamientos entre grupos sociales: no hay conflicto entre el Colegio Estudio y los centros públicos de Villaverde, todos estamos en el mismo barco de la innovación y la igualdad de oportunidades.

La aceptación popular de este programa ha redefinido completamente el campo pedagógico y ha paralizado a la izquierda educativa. Cuando viene alguien que no ha pisado un aula en su vida a hablarme de gamificación e innovación docente infantilizadora me subo por las paredes, como muchos de mis compañeros. Pero, seamos honestos, ¿qué soluciones alternativas ofrecemos a los problemas que explotan los profetas de la excelencia?¿Relatos de realismo social a lo Tavernier sobre lo que pasa de verdad en las aulas? ¿Recuerdos de las maestras de la República?

La verdad es que no tenemos ninguna propuesta consensuada o al menos ampliamente compartida de procedimientos de selección, formación y evaluación del profesorado eficaces distintos de los que proponen los conservadores, como si la figura del funcionariado napoleónico fuera nuestro único horizonte normativo. No hemos sido capaces de diseñar un modelo eficaz de carrera docente regido por principios igualitaristas y cooperativos antes que meritocráticos y autoritarios. No tenemos un modelo de gestión y supervisión que permita a directores e inspectores hacer su trabajo rindiendo cuentas de forma periódica y transparente ante una comunidad educativa que avale, o no, su autoridad. No disponemos de una propuesta para interpelar a familias y estudiantes en términos cooperativos, superando tanto el paternalismo burocrático como las relaciones basadas en la sospecha permanente.

Nada de ello es ciencia ficción. En buena medida, los programas de innovación docente centrados en la excelencia se han elaborado saqueando y desfigurando las propuestas de  movimientos de renovación pedagógica que fueron la seña distintiva de la izquierda educativa hasta no hace tanto. Existen experiencias exitosas de grupos de estudio autoorganizados por parte de los estudiantes y familias como alternativa a las clases particulares privadas y la avalancha de deberes. Hay métodos razonables de evaluación no jerárquica: por ejemplo, los profesores podemos visitar regularmente las clases de nuestros colegas y dedicar algún tiempo a discutir y poner en común lo que hemos observado. Los estudiantes y las familias podrían participar –al menos como observadores– en los procesos de selección y evaluación… Y, sí, necesitamos también algún mecanismo justo, garantista y prudente para apartar de la docencia a un puñado de profesores catastróficos que carecen de cualquier tipo de habilidad docente o incluso de interés en la enseñanza.

 

Diez años en huelga. En recuerdo de las trabajadoras de IKE

IKE extrabajadores.-gijon 11.5.2015
foto de p. citoula

 

Entre 1984 y 1994, las trabajadoras de la fábrica de camisas gijonesa Confecciones Gijón protagonizaron una durísima lucha laboral que no tiene parangón ni siquiera en un contexto tan conflictivo como la reconversión industrial asturiana. A lo largo de una década, se movilizaron sin descanso, enfrentándose a la policía, a los políticos y, en ocasiones, a sus propias familias y a otros sindicalistas. Durante los últimos cuatro años de lucha, permanecieron encerradas en su fábrica. Hace 14 años, desde Ladinamo editamos un bonito libro, coordinado por Carlos Prieto que, entre otras cosas, recogía los testimonios de aquellas trabajadoras. Se titulaba IKE. Retales de la reconversión: Trabajo femenino y conflicto social en la industria textil asturiana y lo puedes descargar aquí.

 

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Reproduzco aquí a continuación el breve prólogo que hice para aquel libro. Fue hace mucho y hoy expresaría algunas cosas de otra forma , pero he preferido dejarlo tal y como se publicó en su momento. 


 

El olor de los neumáticos quemados

 

«La verdad, la primera vez que fui a una de las concentraciones que convocaban las trabajadoras de IKE no sabía gran cosa acerca de aquella fábrica de camisas gijonesa, tan sólo que era otra empresa que cerraba en una época en la que eso no era noticia en Asturias. A modo de excusa debo aclarar que debió ser hacia 1989, que yo tenía quince años y que, en rigor, no sabía gran cosa acerca de nada. Así que ni siquiera podría decir si el resto de los que por allí rondaban se quedaron tan estupefactos como yo cuando aparecieron unas cuantas señoras vestidas con falda y tacones, bien maquilladas y con aquellos fascinantes peinados de los años ochenta; cargaban con un montón de neumáticos que procedieron a incendiar en medio de la carretera.

De lo único de lo que estoy seguro es de que aquellas mujeres me enseñaron una lección que nunca he olvidado: para iniciar una revuelta, para enfrentarse a los empresarios, a la policía, a los políticos y a los jueces no hace falta nada más que estar dispuesto a hacerlo. La mayoría de nosotros vivimos postergando continuamente la toma de aquellas decisiones que consideramos correctas: lo haríamos si tuviéramos un empleo estable, si fuéramos más fuertes, si no tuviéramos nada que perder… En ese sentido, es imprescindible aclarar que el mérito de las mujeres de IKE no fue proponer una forma de lucha sindical más o menos naif (algo así como: “La revolución llegará en tacones”). Más bien ofrecieron un ejemplo difícilmente superable de voluntad, constancia y valor, cualidades que les permitieron protagonizar acciones durísimas a lo largo de toda una década (1984- 1994) y soportar un alucinante encierro en su fábrica que se prolongó durante cuatro años. Nadie debería llamarse a engaño. Las trabajadoras de IKE no se limitaron a seguir los pasos de sus colegas varones en otros sectores industriales. Muy al contrario. La mayor parte de la Reconversión Industrial que marcó la década de los ochenta y condenó a Asturias a malvivir del sector terciario discurrió con una notable mesura fatalista. Los actos de resistencia –algunas movilizaciones en las cuencas mineras, alguna huelga general…– estuvieron muy limitados en el tiempo y fueron, antes que cualquier otra cosa, demostraciones de fuerza que permitieron a los grandes sindicatos reforzar su posición en la mesa de negociaciones en la que se firmó la prejubilación de los adultos y el destierro de los jóvenes. Ni siquiera uno de los pocos auténticos espacios de resistencia industrial que se ha mantenido a lo largo de los años –el sector naval– puede compararse con la batalla de IKE.

En primer lugar, las trabajadoras de IKE tuvieron que empezar desde el principio. Se trataba de una fábrica con muy escasa tradición sindical y en la que las relaciones de poder se articulaban a través de tupidas redes de dependencia personal. Muchas de las trabajadoras procedían de la zona rural asturiana de la que era oriundo el propietario de la empresa y tuvieron que realizar un considerable esfuerzo para asumir posiciones reivindicativas. Por eso, la historia de IKE es también la crónica de una auténtica transformación personal, de una toma de conciencia de las obreras de esta fábrica como trabajadoras y como mujeres. Pero, en segundo lugar, tampoco resulta fácil encontrar un parangón con las movilizaciones de IKE. Sin duda los empleados de los astilleros han organizado algunas de las mayores batallas campales que se han visto en Europa en los últimos tiempos. Sin duda las huelgas mineras asturianas generaron un sentimiento de simpatía que las aproximó al levantamiento popular. Nada de eso se puede comparar con la firmeza que permitió a las trabajadoras de IKE soportar una década de movilizaciones ininterrumpidas: desde asaltar un barco mercante hasta despertar a diario al presidente autonómico, desde encerrarse en embajadas extranjeras a conseguir un burro al que pasear en una manifestación con un cartel en el que se leía “Administración”, desde poner barricadas hasta crear un partido para presentarse a las elecciones municipales, desde utilizar agujas de coser de tamaño industrial para defenderse de los antidisturbios hasta organizar un sistema de convivencia que les permitió vivir cuatro años en una fábrica sin agua corriente ni calefacción.

Las cifras sobre el papel engañan. Cuatro años se pierden en un suspiro. Una década en un titular. Piense usted en lo que ha hecho en los últimos cuatro años. A continuación imagínese haber pasado todo ese tiempo viviendo en una fábrica destartalada, cada vez con menos apoyos, cada vez viendo más lejana la salida. No sé qué clase de personas son capaces de aguantar algo así pero las trabajadoras de IKE, o al menos algunas de ellas, lo hicieron. Esta asombrosa prolongación del conflicto hace más difícil su valoración. Los recuerdos se convierten inmediatamente en trazos impresionistas difíciles de reunir en un relato coherente: algunas fiestas de nochevieja en la fábrica, la organización de una tienda de camisas autogestionada para recaudar fondos, la polémica que generó la candidatura de las trabajadoras a las elecciones municipales, la Plaza del Ayuntamiento de Gijón llena de antidisturbios con perros policía durante una manifestación… ¿Concluyó la lucha de IKE con una victoria o con una derrota? ¿Qué recibieron estas mujeres? ¿Apoyo y solidaridad o indiferencia y traición? Probablemente un poco de todo. El problema, en parte, es que a lo largo de veinte años las cosas han cambiado mucho y lo que en 1984 hubiese sido un fracaso, en 1993 era casi una victoria y la solidaridad que hace dos décadas hubiera parecido un chiste, hoy más bien sería un milagro.

Además, sería sumamente injusto considerar la lucha de IKE sólo en términos de heroísmo y condenar a sus protagonistas a los sinsabores del recuerdo y el homenaje. En realidad, estas mujeres nos han legado un auténtico manual de instrucciones para actuar en el nuevo (y a la vez tan antiguo) capitalismo global de las empresas de trabajo temporal y los contratos por obra. La situación de desmovilización que caracterizaba su fábrica y la discriminación que sufrían como mujeres constituye una especie de anticipo del ambiente que hoy se ha extendido a todo el mercado laboral. Estas mujeres, como ellas mismas señalaron a menudo, vieron ante sus ojos el fin del trabajo estable al que habían dedicado su vida a cambio de una miseria y el inicio de la miseria sin más, vivieron en sus propias carnes el fin de un modo de vida articulado en torno al taller y fueron lanzadas a las procelosas aguas de un nuevo y feroz mercado laboral en el que siempre acecha el peligro de la marginalidad… De algún modo la habilidad de las trabajadoras de IKE para concienciarse y organizarse en apenas unos meses y luchar durante años nos da esperanzas a quienes padecemos el nuevo infierno laboral. Al oírlas hablar uno casi vuelve a percibir el olor de los neumáticos ardiendo».

 

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Algunos de los ensayos publicados en 2017 que más me han interesado

China Miéville. Octubre. La historia de la revolución rusa (Akal)

Marina Garcés. Nueva ilustración radical (Anagrama)

Emilio Gancedo. Palabras mayores. Un viaje por la memoria rural (Pepitas de Calabaza)

Humberto Beck. Otra modernidad es posible. El pensamiento de Iván Illich (Malpaso)

Mark Lilla. La mente naufragada (Debate)

Martha Rossler. Clase cultural. Arte y gentrificación (Caja Negra)

Matthew Desmond. Desahuciadas. Pobreza y lucro en la ciudad del siglo XXI (Capitán Swing)

Emilio Santiago Muiño. Opción Cero. El reverdecimiento forzoso de la Revolución cubana (Los Libros de la Catarata)

Rebecca Solnit. Esperanza en la oscuridad. La historia jamás contada del poder de la gente (Capitán Swing)