En un artículo del pasado mayo, El País informaba de que México es la nueva tierra prometida de los emprendedores. Al parecer, el 6,3% de los mexicanos entre 18 y 24 años son dueños de empresas. El mensaje de fondo, me pareció, era que los pobres se han puesto las pilas. Después de siglos de hacer el vago, han logrado bajarse de sus hamacas y emprender a cascoporro.
En realidad, en todos –pero todos– los países pobres hay muchísima más gente trabajando por cuenta propia que en los países ricos. En Ghana el 67% de la mano de obra trabaja por cuenta propia, en Estados Unidos el 7,5 %. En las comunidades campesinas tradicionales era prácticamente imposible comprar nada. En cambio, en las sociedades pobres destruidas por el mercado se vende prácticamente todo, incluidas muchas cosas que nadie había pensado nunca que pudieran o debieran venderse.
Los apóstoles de la economía informal, una doctrina sociológica particularmente perniciosa, creían que se podía aprovechar esa energía “empresarial” para impulsar el crecimiento económico y el empoderamiento mediante microcréditos y otras herramientas. A mí siempre me ha parecido que es lo mismo que ver a alguien sufriendo convulsiones y, en vez de llamar a una ambulancia, sugerirle que se dedique a la danza abstracta. Trabajar por cuenta propia puede significar casi cualquier cosa, pero por lo general es una estrategia de supervivencia en un entorno económico hostil, no una explosión de creatividad y emprendimiento. No hace falta irse a Acra para comprobarlo. En España el 55% de las empresas no tiene ningún empleado.
Poca gente se atreve ya a defender las fantasías del pauperempresariado. Hoy el cuento de la lechera del desarrollo se ha trasladado a la economía del conocimiento. Vale, nadie va a salir de pobre vendiendo fufu en su chabola. De lo que se trata ahora es de acceder directamente a las fases más avanzadas de la economía inmaterial. La gente pasará de rebuscar en el vertedero de Manila a vender apps saltándose el engorroso trámite de la industrialización. Es una tesis delirante que, sin embargo, ha tenido una amplia recepción. De hecho, muchos científicos españoles apelan a los beneficios económicos de la investigación como argumento en contra de los recortes que están sufriendo. Como si el número de patentes generado por una institución científica fuera el motivo definitivo para defenderla.
En realidad, el gasto público en ciencia y tecnología puede tener efectos económicos positivos… o no. Depende, básicamente, de que haya un entorno productivo capaz de aprovechar y retroalimentar esa inversión. A no ser que el CSIC invente un robot para servir cañas y tapas a gran velocidad, yo diría que no es el caso de España. Esa posibilidad quedó cegada cuando en los años ochenta el gobierno del PSOE desmanteló la industria y la agricultura situando la economía española en el lugar periférico que desde el primer momento la Unión Europea le asignó.
Pero la tesis de la economía del conocimiento no sólo es errónea, también es hipócrita y perniciosa. Parece abrir un espacio de unanimidad en el que todos coincidiríamos, incluso los partidarios de recortar en ciencia y educación para subvencionar el casino bancario y energético. Es una cortina de humo consensual que nos impide percibir la magnitud y los motivos de la desigualdad económica y transfiere a los científicos una responsabilidad que no es la suya. Los investigadores españoles se han convertido en ninis, pero eso no tiene nada que ver con la rentabilidad o la falta de rentabilidad de sus investigaciones: es el producto de la estrategia del lemming de los gobiernos del PPSOE, dispuestos a inmolar lo que sea en el altar de la irracionalidad si eso preserva un par de años más los beneficios de las élites económicas.
Hay muy buenas razones para proteger las instituciones científicas. Por ejemplo, que dedicar parte de nuestra vida a descubrir y comprender cosas -y a estudiar y discutir lo que otros han descubierto- hace que nos parezcamos un poco más al tipo de personas que deberíamos aspirar a ser. Justo lo contrario que los cruceros o los centros comerciales. Que las universidades y los centros de investigación quiebren es un drama, no porque eso nos haga más pobres sino porque nos hace más ignorantes.
En 1955 los vecinos de Cimavilla, el barrio de pescadores de Gijón, erigieron una estatua en homenaje a Fleming en el Parque Isabel la Católica, al otro lado de la bahía. Fleming murió ese mismo año, así que fue su viuda la que asistió a la inauguración. Desde entonces, en septiembre, durante las fiestas del barrio, los vecinos de Cimavilla recorren la ciudad en procesión para colocar flores ante el monumento. Hay otras estatuas de Fleming. Una bastante conocida delante de la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid. Creo que los pescadores de Gijón y los toreros de Madrid sabían algo sobre la ciencia aplicada que a la mayor parte de los políticos y a sus tecnólogos de guardia se les escapa.
Por cierto, Fleming no patentó la penicilina.