Cito de Robert M. Sapolsky, El mono enamorado y otros ensayos sobre nuestra vida animal (Barcelona, Paidós, 2007, pp. 145-147)
“Hay una afección pediátrica llamada hospitalismo. Aunque sea ya una enfermedad del pasado, el hecho de que alguna vez haya existido constituye un capítulo asombroso y preocupante de la historia de la medicina.
(…) A principios del siglo XX las casas de acogida de niños de Norteamérica tenían tasas enormemente altas de mortalidad. En 1915 un médico llamado Henry Chapin realizó encuestas en diez de esos alojamientos distribuidos por Estados Unidos y aportó cifras que no necesitan interpretación estadística: en todas las instituciones, excepto en una, todos los niños morían antes de llegar a los dos años. Todos los niños.
Lo cierto es que en esa época la situación de los niños en los hospitales tampoco era mucho menos terrible. Un niño cualquiera hospitalizado durante más de dos semanas empezaba a desarrollar señales claras de hospitalismo: se consumía presa de la apatía a pesar de estar siendo alimentado de forma adecuada. El hospitalismo conllevaba un debilitamiento muscular, pérdida de los reflejos y un aumento del riesgo de infecciones gastrointestinales y pulmonares. Con todo ello, las tasas de mortalidad se habían multiplicado casi por diez con el comienzo del hospitalismo.
Los especialistas tenían sus teorías. Por aquel entonces los hospitales eran lugares peligrosamente insalubres y se asumía que muchos de los niños que se amontonaban en las salas pediátricas se contagiaban con facilidad. En la era de Chapin se prestaba mayor atención a los problemas gastrointestinales. Después, una década más tarde, se centraron en los problemas pulmonares y, especialmente, en la neumonía. Surgieron todo tipo de términos extravagantes para describir a estos niños “marásmicos”; pero nadie tenía ni idea de lo que era el hospitalismo.
Ahora sí lo sabemos. El hospitalismo se debe a la intersección de dos ideas de la época: una veneración a cualquier precio por las condiciones asépticas y estériles y la creencia en el mundo pediátrico (constituido por una abrumadora mayoría de varones) de que el hecho de tocar, coger en brazos y reconfortar a los bebés era una estupidez maternal y sentimental. (…) Normalmente, incluso a los propios padres sólo se les permitía pasar en el hopital unas pocas horas de visita cada semana con su bebé.
(…) Aquellos niños de los hospitales, a pesar de una nutrición adecuada, suficientes mantas y protección frente a varias amenazas para su salud fallecían a causa de privación emocional. A medida que se deprimían más y se volvían más apáticos, era más probable que sus sistemas inmunitarios se debilitaran. Pronto caían víctimas de infecciones gastrointestinales o respiratorias tan comunes en los hospitales de la época y en ese momento aparecía el entusiasmo enfermizo por aislarles asépticamente. Los pediatras veían las infecciones como causa, y no como efectos del hospitalismo, y los niños eran encerrados rápidamente en cubículos en los que la meta era que nunca fuera tocados por manos humanas. Y la mortalidad se disparaba.
(…) [Por eso] existía un extraño patrón en los datos estadísticos: era en los hospitales más pobres donde los niños eran menos propensos a morir de hospitalismo, hospitales que no podían permitirse comprar esos novedosos cubículos mecánicos de aislamiento para niños con marasmo”.