La universidad española tiene muchos problemas y querría hablarles de algunos de ellos. Esos problemas pueden llegar a ser cotidianamente desesperantes para quienes estudian o trabajamos en la universidad. Pero nuestras amarguras académicas o laborales no deberían impedirnos reconocer que la universidad española es un proyecto esencialmente exitoso. Una empresa colectiva capaz de producir ciencia de calidad, formar a buenos profesionales, generar pensamiento crítico y transferir conocimiento al conjunto de la sociedad… La universidad ha sido un elemento central en los procesos de democratización, vertebración y modernización de este país.
Dicho esto, quería centrar mi comparecencia en señalar, por un lado, tres problemas recientes y sobrevenidos de la universidad española. Son problemas fáciles de solucionar porque tienen una motivación ideológica. También querría hablar, por otro lado, de dos problemas estructurales, compartidos con otros sistemas universitarios europeos, más difíciles de afrontar pero también más importantes.
Los problemas coyunturales son, como digo, tres. En primer lugar, la precariedad de parte del profesorado. En torno al 30% de los profesores universitarios españoles son profesores asociados. En Cataluña el profesorado asociado ha llegado a suponer el 44% del total del personal docente e investigador. Como saben, la figura del profesor asociado se creó para que personas cuyo trabajo principal está fuera de la universidad tengan la oportunidad de compartir su experiencia profesional en las aulas. Pero hoy los asociados son mano de obra barata: las universidades no pagan la seguridad social de esos docentes —lo hace la empresa donde desempeñan su actividad laboral principal—, por lo que por unos seiscientos euros limpios disponen de alguien que imparte dos tercios de las clases de un profesor contratado. Lo más grave es que muchos de esos profesores no tienen realmente otro trabajo sino que se pagan ellos mismos su propia seguridad social para poder dar clase. Eso significa que hay gente trabajando en la universidad pública por cuatrocientos euros al mes. Creo que este es un problema coyuntural y de naturaleza ideológica porque el ahorro que suponen esas nóminas jibarizadas es ridículo comparado con el impacto que tiene ese modelo en la calidad de la docencia y la investigación.
El segundo problema coyuntural es el crecimiento descontrolado de centros educativos privados que nominalmente son universidades pero no tienen prácticamente ninguno de los rasgos característicos de un centro universitario. No todas las universidades privadas son así, por supuesto. Hay centros privados con una larga tradición académica que cumplen los estándares universitarios. Pero conviven con una cantidad alarmante de centros de nueva creación que recuerdan más a academias profesionales que a lo que se entiende por universidad en el mundo desarrollado. Esa es una espita que se debe cerrar cuanto antes. La experiencia de otros países nos dice que puede ser el inicio de una espiral descontrolada de degradación de los estudios superiores que conlleva una gran inseguridad tanto para los estudiantes como para sus futuros empleadores, pues los títulos universitarios empiezan a significar cosas completamente distintas dependiendo de qué centro lo haya emitido.
El tercer problema reciente y coyuntural es la irracionalidad burocrática. Imagino que todos ustedes están acostumbrados al papeleo caprichoso pero, créanme, la investigación juega en otra liga. Cada vez es más habitual encontrarse con investigadores de prestigio que renuncian a concurrir a las convocatorias de proyectos de investigación porque consideran que el proceso de solicitud y justificación ha alcanzado tales cotas de complejidad e irracionalidad que es incompatible con la práctica investigadora. Les voy a poner un ejemplo real que se expuso en una reunión reciente de directores de grupos de investigación. “Un investigador necesita un viaje de ida y vuelta Madrid-León. Es un viaje en autobús que cuesta 70,77€ y se tarda aproximadamente 3 minutos en sacarlo en la web de la única compañía de autobuses que realiza el servicio. Sin embargo, para obtener ese billete el investigador principal tuvo que intercambiar 26 correos, realizar 3 llamadas de teléfono a las agencias universitarias, 2 llamadas a la Fundación universitaria y rellenar 3 formularios diferentes. Eso supuso un total aproximado de 6 horas de trabajo a lo largo de más de una semana”. Por supuesto, el coste de esas seis horas de trabajo de un profesor de universidad supera con creces el precio del billete de autobús. Creo que, paradójicamente, el origen del problema es un déficit de burocracia: los recortes presupuestarios han generado un vaciamiento administrativo de las universidades que se ha paliado trasladando el peso de los procesos de supervisión y rendición de cuentas a los propios investigadores mediante dispositivos marcados por la desconfianza extrema.
Respecto a los problemas estructurales quería señalar muy sucintamente dos. El primero es la desigualdad. La desigualdad es un problema creciente en la universidad española. No tiene nada de sorprendente porque lo es en el conjunto de la sociedad española.
Existe, en primer lugar, una fuerte desigualdad entre nuestros estudiantes, en buena medida heredada de la educación preuniversitaria, donde la segregación educativa es brutal. Los estudiantes de clase alta están muy sobrerrepresentados en la universidad. Son nada menos que el 55% de los estudiantes, la clase media supone el 34,4% y la baja apenas el 10,6%. Una de las razones es que los estudiantes de clase alta se pueden permitir muchos más tropiezos en el camino. El 56% de los hijos de profesionales de clase media-alta con notas malas o regulares en la enseñanza obligatoria pasan a la educación postobligatoria. En el caso de los hijos de trabajadores manuales sin cualificación, el porcentaje es del 20%. Pero la desigualdad se manifiesta, además, en la segregación horizontal: los hijos de padres sin estudios universitarios tienen quince veces menos probabilidades de titularse en ingenierías que los hijos con padres universitarios.
La universidad no sólo hereda desigualdad, también la conserva y reproduce. Por encima de todo, debido a un sistema de becas absolutamente tacaño y suspicaz y al alto precio de las tasas, especialmente en los postgrados. Pero también a causa de otras dinámicas institucionales transversales y menos visibles, como la escasa sensibilidad hacia los estudiantes que compatibilizan los estudios con el trabajo.
La desigualdad, en segundo lugar, no sólo afecta a los estudiantes, sino también a los investigadores y docentes. A menudo oigo decir que lo que debería hacer la universidad es imitar a la empresa privada. Es una idea de no comparto de ninguna manera. Pero imagínense una empresa en la que a los cuatro años de trabajar en ella alguien te dijera: “Tu rendimiento es excelente, seguimos necesitando a alguien que ocupe tu puesto de trabajo pero te vamos a despedir. Si quieres volver a trabajar con nosotros puedes esperar a que publiquemos una oferta de empleo y volver a enviarnos tu currículum”. La inestabilidad docente no sólo es una política de recursos humanos irracional sino que tiene una dimensión clasista. Muchas personas pasan años como profesores precarios con la esperanza de, en algún momento, acceder a un puesto estable. Evidentemente, para poder jugar a esa lotería universitaria es casi imprescindible contar con un colchón económico familiar.
Si no nos sentimos proclives a solucionar esa situación por generosidad deberíamos hacerlo por egoísmo. La desigualdad en la investigación y la docencia supone un brutal despilfarro de talento. No sólo por la gente que se queda por el camino sin tener la oportunidad de demostrar su valía científica. También porque muchos investigadores dedican los años inmediatamente posteriores al doctorado, a menudo el momento de su vida en el que tienen más energía, tiempo e imaginación, a hacer malabarismos para abrirse un hueco laboral en la universidad. Sometemos a los jóvenes que aspiran a convertirse en investigadores a una criba despiadada, y los pocos que sobreviven a esa selección salvaje se encuentran con que deben dedicar sus mejores años a convertirse en buscavidas académicos. La precarización académica no solo conlleva sufrimiento personal, también significa un inmenso desperdicio científico, un enorme despilfarro de talento y esfuerzo colectivo.
La desigualdad universitaria tiene otras muchas dimensiones de las que no tengo tiempo para hablarles. Pero no quería dejar de mencionar que la desigualdad afecta profundamente a la relación entre la universidad y el resto de la sociedad. El elitismo universitario –esa forma fantasiosa de imaginar la universidad sacada de alguna película estadounidense– nos priva de aprovechar la enorme capacidad de las universidades para construir infraestructuras sociales y nos aboca a la privatización del conocimiento, con el disparatado coste económico y social que eso supone, limitando además la interacción y retroalimentación de la universidad con otros ámbitos de la sociedad.
El segundo problema estructural que querría señalar sucintamente tiene que ver con la docencia universitaria. La universidad moderna tiene un carácter dual, es una institución simultáneamente dedicada a la docencia y a la investigación. Socialmente la docencia es al menos tan importante como la investigación, seguramente mucho más. Sin embargo, la propia universidad –en sus procesos de reclutamiento y evaluación– privilegia la investigación. También en la identidad profesional del profesorado universitario, la forma en que nos vemos a nosotros mismos, tiene mucho más peso la investigación que la docencia.
El resultado es que la docencia universitaria es una especie de caja negra de la que sólo se habla cuando se produce alguna catástrofe, alguna clase de escándalo. Eso no significa que la calidad de la docencia universitaria en España sea mala. No tengo para nada esa impresión y los informes de calidad no dicen eso. Pero sí que tenemos limitaciones para intervenir colectivamente sobre los procesos de mejora de la docencia.
El equilibrio entre docencia e investigación es inevitablemente complejo, pero creo que en las últimas décadas la situación ha empeorado por dos motivos. En primer lugar, las crecientes exigencias curriculares que han introducido las agencias de evaluación privilegian radicalmente la excelencia investigadora entendida, además, en unos términos muy restrictivos. Básicamente la ANECA examina la publicación en revistas de alto impacto y los proyectos financiados. Otras dimensiones de la investigación tienen una presencia testimonial en los procesos de acreditación y el peso de la excelencia docente es sencillamente marginal. Voy a decirlo con claridad. A día de hoy, en la universidad española dedicar tiempo y esfuerzo a mejorar la docencia está fortísimamente desincentivado. La innovación y mejora docente es una opción personal, costosa y muy solitaria, casi nunca una dinámica colectiva e institucional.
En segundo lugar, las medidas legislativas que se han implementado para mejorar la docencia, especialmente a partir del plan Bolonia, contrastan radicalmente con la realidad laboral que experimenta cotidianamente el profesorado. Por ponerles un ejemplo, la obligatoriedad de ofrecer clases prácticas en cada asignatura se enfrenta a la realidad de la masificación. En un grupo con 90 estudiantes, los estudiantes se dividen efectivamente en tres subgrupos de 30 personas pero el profesor, lamentablemente, no se puede dividir por mitosis. Pretender que un profesor acompañe de forma personalizada a tal vez 300 estudiantes a lo largo de un curso es una broma de mal gusto. Lo peor es que esta realidad genera un clima de atrincheramiento del profesorado respecto a cualquier innovación docente, que es recibida inmediatamente con desconfianza. No creo que los problemas de la docencia universitaria se solucionen sólo con más profesorado. Hay dilemas que tienen que ver con la cultura institucional. Pero es muy difícil que se empiecen a solucionar sin más profesorado.
Por último, los problemas de la docencia universitaria no afectan sólo a la forma en que se imparten las materias sino también a qué se imparte. Muy especialmente, la universidad española tiene un déficit clamoroso en educación ambiental. Medio siglo después del Informe del Club de Roma la presencia de contenidos curriculares relacionados con la crisis ecológica sigue siendo marginal en nuestra educación superior. Lo más habitual es que un estudiante de ingeniería de caminos, derecho, psicología, periodismo o economía se gradúe sin haber recibido la más mínima formación reglada en materia medioambiental. Este no es un déficit educativo entre otros. La transición ecológica es un desafío que va a vertebrar, nos guste o no, los esfuerzos colectivos de todas las sociedades del planeta durante las próximas décadas. Necesitamos titulaciones de ingeniería cuyos egresados diseñen infraestructuras teniendo en cuenta los impactos del cambio climático. Necesitamos que los grados en Derecho, Economía o Administración de Empresas preparen a sus estudiantes para cambios normativos impuestos por las políticas de transición ecológica. Necesitamos ciencias sociales capaces de introducir el factor ecológico en la comprensión de conflictos sociales emergentes. Por encima de todo, necesitamos una ciudadanía ecológicamente instruida para tomar partido en los grandes debates que marcarán la transición ecológica.