Cambiar las reglas del juego también en cultura

Últimamente nos hemos vuelto muy exigentes a la hora de enjuiciar a sindicatos, partidos políticos o periodistas. Todos ellos son culpables o bien de connivencia con los poderosos o bien de haberse acomodado en formas de oposición que les ubican en un espacio predefinido por el adversario. Es curioso: no se me ocurre mejor definición de las prácticas culturales antagonistas.

La izquierda cultural renunció hace décadas a intentar cambiar las reglas de juego. Nos hemos limitado a construir una madriguera identitaria –terriblemente crítica, eso sí– donde desarrollar prácticas narcisistas. Los niveles de autoparodia que hemos alcanzado son escalofriantes. El videoartista Isac Julien acaba de presentar en la Bienal de Venecia una performance que consiste en una lectura ininterrumpida de los tres libros de El capital de Marx. Casi al mismo tiempo Tentaciones, el suplemento de tendencias de El País, celebraba una fiesta en el Matadero de Madrid. En la crónica del evento que publicó el propio diario se decía sin ninguna ironía: “Fue todo muy chic, muy moderno”. Talmente como nosotros.

Elitismo y deporte

Hasta el más tímido intentó de romper este entramado ideológico produce desazón. Cuando se me ocurrió comentar que tal vez el mundo de la cultura podría aprender algo del deporte amateur alguna gente pensó que me había dado un ataque de filisteismo agudo. No me sorprendió, la verdad. Es un episodio menor de una larga y asquerosa tradición de elitismo progresista. Desde hace mucho, la opinión unánime de la izquierda ha sido que los aficionados al deporte somos chusma sexista y alienada que nos merecemos lo que el capitalismo nos tiene reservado.

Lo que quería decir no es que tengamos que dejar de leer a Beckett para patinar o jugar al baloncesto sino, al revés, que deberíamos leer a Beckett como la gente patina o juega al baloncesto. El deporte consiste en un conjunto de prácticas estéticas complejas por las que millones de personas se sienten interpeladas. Para mucha gente el deporte es una forma de intensificación de la experiencia que les lleva a implicarse en estrategias de autoorganización inspiradoras. No creo que haya tanta diferencia entre calzarse unas zapatillas para salir a correr a las siete de la mañana y el esfuerzo de autoformación que se requiere para apreciar expresiones musicales, literarias o filosóficas complejas o poco familiares. No es tan distinto coordinar un club de montaña o un cine comunitario. Sencillamente los deportistas lo han hecho mejor.

Por supuesto, como me señaló Santiago Eraso con mucho tino, la comparación tiene sus límites. El deporte es el ámbito de lo normativo, un espacio reglado, mientras que el arte y el pensamiento apuntan a la libertad y la experimentación. Pero también es verdad que hay mucha más creatividad en el deporte y mucha más normatividad en el mundo cultural de lo que normalmente se reconoce. Tal vez sea más razonable entender la oposición como extremos de un continuo que van desde la experimentalidad artística más radical y minoritaria a las prácticas deportivas masivas y más regladas pasando por situaciones intermedias, como la novela negra o la ciencia ficción –subgéneros con normas bastante rígidas– o deportes minoritarios muy creativos. Todas ellas son, en mayor o menor medida, formas de habitar el mundo poéticamente.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

En primer lugar, hemos padecido un ataque sistemático a las prácticas culturales tanto públicas como tradicionales. El trabajo de distintos agentes culturales –desde bibliotecarios a maestros pasando por libreros o traductores– ha sido tratado con desprecio desde distintos frentes como algo obsoleto, inútil o trivial. Durante años ha sido de buen tono hablar de medialabs, incubadoras de artistas emergentes, licencias libres, espacios de documentación o centros culturales “de nueva generación”. No, en cambio, de bibliotecas, equipamientos municipales de proximidad, editoriales públicas, universidades o ateneos. O, más importante todavía, de las actividades extraescolares que muchas AMPA gestionan con eficacia, entusiasmo y poquísimos medios en los colegios públicos.

Entendemos las bibliotecas como lugares aburridos y polvorientos, similares a los empleos tradicionales industriales, de los que los hipsters creativos huyen como de la peste. Incluso en el ambicioso programa de 215 medidas que presentó Podemos para las elecciones autonómicas sólo se habla de bibliotecas para mencionar inmediatamente que se fomentará sus vínculos con “las redes sociales y la sociedad de la información”. Como si un sitio tan cutre y casposo como una biblioteca necesitara ser legitimado por la tecnología. En realidad, el principal problema de las bibliotecas no es la –por otro lado, clamorosa– falta de conectividad sino la ausencia de espacios para el estudio y los recortes en los presupuestos para compra de libros.

En segundo lugar, los paladines de la desregulación económica han encontrado un filón en la supuesta afinidad del capitalismo contemporáneo con las prácticas culturales avanzadas. No es tanto que el mundo de la cultura haya aceptado la lógica del mercado como que el mercado ha asumido los discursos críticos procedentes de la cultura. Los políticos españoles que despilfarraron miles de millones de euros en megaequipamientos culturales en Valencia, Barcelona, Madrid o Santiago estaban siguiendo un dogma gerencial muy popular. La idea de que en un mundo crecientemente dinámico, la clave de la supervivencia es la innovación. Y, claro, el semillero social en el que puede prosperar esa creatividad son los entornos urbanos culturalmente sofisticados.

Es una doctrina que en España ha prendido porque transmite la sensación de que la desindustrialización que impuso el PSOE en los años ochenta era razonable y prudente. Boyer, Solchaga y Almunia nos libraron del lastre de la industria sucia, fea y antigua y así facilitaron el desarrollo de las futuras fuentes de prosperidad. Hemos llegado al punto, completamente delirante, de que las “industrias culturales” se conciben de forma generalizada como un fuerte motor económico. Cuando más del 60% de las empresas culturales no tiene asalariados y el 93% tiene menos de 5. El sector cultural es un entorno laboral precarizado donde mucha gente sobrecualificada tolera alucinantes niveles de miseria laboral y explotación. Es una caricatura de un proceso generalizado. Durante muchos años la degradación del trabajo, la imposibilidad de formar una familia o la emigración parecían un precio aceptable a cambio de una vida excitante llena de cultura y consumo sofisticados.

Cinco propuestas imaginarias

El resultado de esta situación es una asombrosa parálisis conceptual. En otro terrenos la izquierda ha conseguido articular propuestas ambiciosas y renovadoras: renta básica, dación en pago, impuestos ecológicos, banca pública, presupuestos participativos, cooperativismo… En cultura, en cambio, nos limitamos a fingir que tenemos proyectos de políticas públicas a base de unir pequeñas reivindicaciones profesionales sectoriales, muchas de ellas incompatibles entre sí. El caso más sonado es seguramente el famoso “código de buenas prácticas”, un documento que el lobby de los galeristas consiguió colocar al Ministerio de Cultura en la época de César Antonio Molina y que ha sido asumido sin mayor discusión como un ideal normativo.

En realidad, me parece legítimo que los grupos profesionales defiendan sus intereses. Todo el mundo tiene que ganarse las lentejas. Pero es inaceptable que eso se confunda con el interés general. El eje de una política cultural emancipadora debería ser la universalidad. Los programas culturales públicos tendrían que estar pensados para democratizar ese espacio interpelando a una mayoría social, lo mismo exactamente que en educación, sanidad, política fiscal o seguridad pública. No creo que eso sea lo único que hay que hacer, pero sí que es su elemento medular.

Sólo para dar una idea del desafío que esto supone y de lo inermes que estamos para afrontarlo, a continuación enumero cinco modestas medidas completamente ingenuas e imaginarias que, por tanto, no tienen en cuenta los límites legales, las dificultades de implementación, el reparto de competencias o las cuestiones presupuestarias.

Nos movemos en un terreno tan bloqueado que incluso los ejercicios frívolos de imaginación pueden llegar a resultar iluminadores. Sin embargo, no se deberían confundir con una crítica o un menosprecio de los esfuerzos que se están realizando tanto en Podemos como en distintas iniciativas electorales ciudadanas por elaborar programas realistas de cambio cultural. Algunas de esas propuestas me gustan más y otras menos, pero todas aceptan el reto de hacer política real. Esto, en cambio, no es más que mala literatura.

Eso sí, en defensa de estas propuestas de ciencia ficción tengo que decir que cuando las presenté en público el presidente de VEGAP me acusó de querer expropiar sus bienes a los artistas y un conocido crítico de arte las calificó de propaganda castrista. Me quedé muy contento porque eso es más o menos lo que me suelen decir cuando hablo de economía o impuestos.

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  1. Plan de edición, producción y exhibición a través de una red de estudios de grabación, cines, locales de ensayo, editoriales, discográficas, revistas y emisoras públicas o comunitarias.

Un plan así, por un lado, absorbería a un porcentaje importante de trabajadores culturales precarizados víctimas de la crisis de la industria del copyright. Pero, al mismo tiempo, promovería ahorros importantes. Por ejemplo, las familias podrían dejar de gastar millones de euros en libros de texto si editoriales públicas emplearan a docentes en paro para generar recursos pedagógicos abiertos, colaborativos e innovadores que, de paso, acabaran con las prácticas monopolistas de los grandes grupos editoriales.

En realidad, es una práctica que conocemos bien. Por ejemplo, existen una radio pública que ofrece desde hace años una buena programación de música clásica. Fuera de España las editoriales universitarias son esenciales en el mundo del ensayo. ¿Por qué no podrían serlo también en el ámbito de la etnomusicología o la producción de documentales didácticos o la traducción y la edición crítica de obras literarias y filosóficas clásicas?

Más en general, la promoción de la investigación a través de la docencia universitaria es un modelo de remuneración exitoso que se podría replicar. Los profesores universitarios enseñan durante algunas horas a la semana y, además, disponen de algo de tiempo para investigar. ¿Por qué no un mecanismo similar para creadores? Grabas a otros músicos, gestionas un local de ensayo, proyectas películas, informas sobre discos o libros… y, además, dispones de algo de tiempo para componer, pintar, traducir, filmar o escribir.

  1. Moratoria en la construcción de grandes infraestructuras culturales. Duplicación a corto plazo de la red de bibliotecas y salas de estudio.
  1. Plan de apoyo a la cultura amateur

En los debates culturales los profesionales del sector acaparan completamente el protagonismo. En el mejor de los casos, se habla de dejar participar a los ciudadanos en prácticas predefinidas. Casi nunca, en cambio, de tener en cuenta el importante caudal de cultura amateur que existe en nuestra país. Paradójicamente, una mayor atención por parte de las instituciones públicas a la cultura amateur también beneficiaría a los trabajadores del sector cultural generando empleos de calidad.

3a. Creación de una red amplia de escuelas artísticas populares gratuitas y de acceso universal, financiadas con fondos públicos pero dotadas de presupuestos participativos y capacidad de autoorganización.

3b. Plan de permisos laborales (análogos a los permisos de maternidad) por motivos creativos, educativos o culturales con criterios preferenciales para trabajadores precarios y migrantes. Normalmente las ayudas y subvenciones a la creación llegan a un grupo de personas pequeño y, sobre todo, sociológicamente homogéneo. Deberíamos intentar que mucha gente tenga la oportunidad de disfrutar de ellas.

3c. Apoyo a los espacios de socialización que realizan trabajo cultural, sobre todo los educativos. Gratuidad de las actividades extraescolares en escuelas e institutos públicos. Plan de choque de actividades culturales gratuitas en las universidades públicas donde se reunen cada día cientos de miles de jóvenes. Necesitamos cines, teatros y salas de conciertos universitarios vivos y libres.

  1. Nacionalización de las entidades de gestión colectiva

Las entidades de gestión nacieron como parte de los sistemas de derechos de autor tradicionales que, al menos en teoría, aspiraban a un cierto equilibrio entre los intereses de los distintos sectores implicados en la producción y difusión cultural: creadores, mediadores y público. Es un modelo que se ha derrumbado. Las entidades de gestión se enfrentan a la decadencia de la industria tradicional del copyright. Sencillamente el mercado ya no es el vehículo adecuado para remunerar a una mayoría de creadores.

Las dos únicas respuestas a esta situación que hemos escuchado son el darwinismo neoliberal (“que se adapten y vivan del directo”) o una aceleración represiva de las dimensiones extractivas y especulativas (“a la cárcel con los manteros”). Tal vez una manera más razonable de paliar esos fallos del mercado sería una intervención pública que nos permita tomar decisiones colectivas en este campo. Por ejemplo, establecer qué prácticas creativas consideramos que deben ser financiadas y remuneradas y a través de qué mecanismos: mercantiles, públicos, colaborativos… En un contexto como ese, los derechos de propiedad intelectual serían un elemento más de un marco de equilibrios más amplio dirigido a garantizar la retribución razonable de creadores y mediadores y el acceso público a los bienes culturales.

Para ello se podría convertir las entidades de gestión en plataformas públicas de negociación colectiva entre mediadores, productores y representantes de los intereses de la ciudadanía. Una institución así podría tener capacidad para, por ejemplo, tasar a las grandes empresas de telecomunicaciones, limitar las prácticas especulativas o monopolísticas de algunos intermediarios, promover sistemas de protección social adecuados para los creadores, imponer licencias libres en las actividades financiadas con dinero público, diseñar mecanismos de representación sindical apropiados para los trabajadores culturales…

  1. Inclusión de ciudadanos elegidos por sorteo en las instituciones que toman decisiones relevantes sobre políticas culturales.

Hay pocos ámbitos donde la democracia genere tanto miedo como en el cultural. ¿Dejamos que ciudadanos anónimos ayuden a decidir sobre la culpabilidad o inocencia en un caso de asesinato pero no sobre la idoneidad de un equipamiento cultural? No creo que la intervención ciudadana vaya a aportar soluciones geniales pero tal vez ayude a que los expertos y profesionales del mundo de la cultura se sientan más inclinados a justificarse ante el conjunto de la ciudadanía. Deberíamos ser capaces de explicar por qué es adecuado que el esfuerzo público se dirija en una dirección en vez de en otra y de aceptar que también en este ámbito hay conflictos y puntos de vista encontrados que merecen ser tomados en consideración.

7 comentarios en “Cambiar las reglas del juego también en cultura

  1. Qué decir. Me parece una reflexión atinada y que coincide, además, con el sentir de la gente con la que suelo hablar ocasionalmente sobre esto (entre ellos hay músicos, alfareros, actores, todos amateurs y todos poco integrados en ese debate elitista y profesional). Como bibliotecario que echa de menos trabajar en la biblioteca pública…pues eso, que muy en sintonía

  2. Pingback: ¿Nacionalización de las entidades de gestión? | ¿Por qué Marx no habló de copyright?

  3. Es que en el otro artículo no te explicabas así de bien. Y era facilmente utilizable para ahondar en la senda de denigración social del trabajo en cultura (que apuntas al principio). Muy a favor de todo. Gracias.

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