«La nebulosa», de Pier Paolo Pasolini

Dejo aquí otro prólogo, en esta ocasión para La nebulosa (El Gallo Nero, 2014). Se trata de un guión de Pier Paolo Pasolini que nunca se llegó a filmar y que salió a la luz entre sus papeles en 1995. El guión transcurre durante una Nochevieja de finales de los años cincuenta y cuenta la historia de unos teddy boys de la periferia milanesa chulos y violentos.

Subproletarios, burgueses y rock and roll

En Los demonios, la novela de Fiódor Dostoyevski, el personaje de Iván Shatov representa a la Rusia humilde y tradicional. En las primeras páginas, Shatov espeta a un grupo de intelectuales liberales que aspiran a modernizar Rusia:

Ustedes jamás amaron al pueblo, ni sufrieron por él, ni le sacrificaron cosa alguna, aunque así lo imaginasen para su propia tranquilidad de ánimo (…). A ustedes no les bastó con dar esquinazo al pueblo, ustedes lo trataron con repugnante desprecio; y sólo porque entendían por pueblo únicamente al francés, mejor dicho, el parisiense, y les daba vergüenza que el pueblo ruso no fuera como él. ¡Eso es así! ¡Y quien no tiene pueblo, no tiene Dios! Que quede claro que aquellos que se alejan de su pueblo también se alejan de la fe paterna y acaban siendo ateos o indiferentes. ¡Digo la verdad! Está demostrado. ¡Es la razón por la cual todos ustedes, y ahora todos nosotros, somos viles, ateos o simple canalla depravada y escéptica!

Los demonios es una novela de tesis con la que el Dostoyevski reaccionario culmina el ajuste de cuentas con su propio progresismo juvenil. Por el camino nos legó la formulación de un dilema atroz que afecta a cualquier proyecto político anticapitalista y democratizador. La subordinación típica de las sociedades tradicionales –autoritarias, supersticiosas y patriarcales– resulta inaceptable, es cierto. Pero, al mismo tiempo, es imposible desarrollar un auténtico programa de emancipación política en el contexto social fragmentario que induce el proceso de modernización liberal.

Toda la obra de Pasolini puede ser entendida como un intento de rastrear alguna vía de escape a ese callejón sin salida político que Dostoyevski identificó en el siglo XIX. Del mismo modo, nadie ha descrito tan bien el nihilismo consumista generalizado de nuestra segunda década del siglo XXI como Pasolini en 1970. Sus textos y películas resultan tan inquietantes y contradictorios porque no se conforman con soluciones espurias o retóricas a las antinomias que desgarran las propuestas de cambio político contemporáneas.

En un artículo que escribió poco antes de su asesinato, Pasolini recordaba así el objetivo de Accatone, la película donde recoge el bagaje literario de dos novelas: Chicos del arroyo (1955) y Una vida violenta (1959). En esencia, decía Pasolini, los personajes de Accatone eran el resultado de una época represiva. A lo largo de los años cincuenta la burguesía italiana había mantenido la segregación de los subproletarios que habitaban las periferias de las grandes ciudades industriales. Ellos, a su vez, habían logrado preservar sus valores sociales, procedentes de la cultura campesina del sur.

Su “cultura”, tan profundamente diferente que creaba incluso una “raza”, proporcionaba al subproletariado romano una moral y una filosofía de clase “dominada” que la clase “dominante” se contentaba con “dominar” policialmente, sin preocuparse de evangelizarla, es decir, de obligarla a asumir su propia ideología (en este caso un repugnante catolicismo puramente formal). Abandonada durante siglos a sí misma, es decir, a su propia inmovilidad, aquella cultura había elaborado valores y modelos de comportamiento absolutos. Como en todas las culturas populares, los “hijos” recreaban a los “padres”: ocupaban su lugar, repitiéndolo (…). Así pues, ninguna revolución interna en aquella cultura. La tradición era la vida misma. Valores y modelos pasaban inmutables de padres a hijos. Y, sin embargo, había una continua regeneración. Basta observar su lengua (que ahora ya no existe): se inventaba continuamente, aunque los modelos léxicos y gramaticales fueran siempre los mismos. En el cinturón de barrios periféricos, que constituía la metrópolis plebeya, no había un solo instante de la jornada en el que no se oyese en las calles o en los descampados una “invención” lingüística. Señal de que se trataba de una “cultura” viva[1]

Este era, para Pasolini, el territorio donde había que pensar el cambio político. Un espacio antropológicamente conservador y socialmente denso en el que, sin embargo, era posible la innovación institucional, el cuestionamiento de la miseria material, cultural y moral de la burguesía dominante. Un terreno minado por las contradicciones donde debían confluir el comunismo, la cultura tradicional, la democracia, la cultura erudita y el cristianismo herético. Pasolini lanzó un órdago al elitismo ambiente, bien establecido incluso entre la izquierda política, y sacó a la luz los dilemas que plantea el igualitarismo profundo.

Es un proyecto trágico, como él mismo se encargó de subrayar. Con el desarrollismo de la década de los sesenta, al menos en Italia, la materia prima social del cambio político terminó por desaparecer. Se había consumado un genocidio cultural. Los personajes de Accatone se habían extinguido para ser reemplazados por imitaciones grotescas de la burguesía. En los años setenta, los jóvenes de los arrabales eran ya “tristes, neuróticos, indecisos, llenos de ansiedad pequeño burguesa: se avergüenzan de ser proletarios: intentan parecerse a los ‘pijos’, a los ‘hijos de papá’. Sí: estamos asistiendo al desquite y al triunfo de los ‘hijos de papá’: son ellos quienes encarnan hoy el modelo a seguir”. Para Pasolini la causa de esa transformación, de ese genocidio era evidente: “El consumismo, ha destruido cínicamente un mundo ‘real’ transformándolo en una irrealidad total, en la que ya no hay elección posible entre el bien y el mal”[2].

Resulta difícil exagerar la agudeza y la capacidad anticipatoria del análisis de Pasolini. El gran triunfo de la contrarrevolución neoliberal –que comenzaba precisamente cuando él escribía ese artículo– consistió en expulsar de los espacios de debate político los ideales igualitaristas. Los efectos sociales y culturales de este neoelitismo han sido asombrosos. ¿Cuándo comenzamos a desear con todas nuestras fuerzas parecernos a los ricos? ¿Cuándo vestir, comer, viajar o hablar como un idiota con la billetera llena dejó de ser algo ridículo y se convirtió en nuestro ideal de vida? ¿Cuándo pertenecer a la clase trabajadora comenzó a ser motivo de vergüenza?

La contracultura popular ocupa un lugar extraño en el diagnóstico sociológico de Pasolini. Así arengaba en 1968 a los universitarios que habían ocupado la Facultad de Arquitectura enfrentándose a la policía: “Tenéis cara de hijos de papá. / […] Cuando ayer en Valle Giulia os habéis pegado / con la policía, / yo simpatizaba con la policía. / Porque los policías son los hijos de los pobres. […] En Valle Giulia, ayer, se ha producido un episodio / de lucha de clases: y vosotros, amigos (que estabais del lado / de la razón) erais los ricos, / mientras que los policías (que estaban del lado / de la injusticia) eran los pobres”[3].

En efecto, en ocasiones Pasolini plantea que la cultura popular moderna es la punta de lanza del consumismo y el imperialismo moral burgués. Supo distinguir tendencias conformistas y comerciales latentes dentro de prácticas sociales aparentemente escandalosas y atrevidas. Anticipó varias décadas la aparición de esa ideología de la MTV, hoy hegemónica, que imagina el Valhalla de los jóvenes precarios empobrecidos como un jacuzzi rodeado de botellas de Cristal con un Hummer aparcado a la puerta.

Pero, por otro lado, Pasolini se dio cuenta de que era injusto describir la contracultura contemporánea exclusivamente en términos de elitismo y subordinación. Nunca fue un tradicionalista reaccionario. Al contrario, se mostró receptivo a una experimentación social que engranara con la cultura popular para dar lugar a experiencias intensificadas que superaran las mortajas espirituales burguesas. En Who is Me, un largo poema autobiográfico de 1966, reconocía explícitamente la influencia de la contracultura norteamericana en sus obras de los años cincuenta:

Y hoy os diré que no sólo hay que comprometerse escribiendo,
sino viviendo:
hay que resistir con el escándalo
y con la rabia, más que nunca,
(ingenuos como bestias) en el matadero,
enajenados como víctimas, precisamente:
hay que clamar más fuerte que nunca el desprecio
contra la burguesía, gritar contra su vulgaridad,
escupir contra la irrealidad que ha elegido como única realidad,
no ceder ni en un acto ni en una palabra
en el odio absoluto contra sus policías,
sus jueces, su televisión y sus periódicos:
y aquí
yo, pequeñoburgués que lo dramatiza todo,
tan bien educado por una madre de dulce y tímida alma
(…) de moral campesina,
quisiera hacer un elogio
de la inmundicia, la miseria, la droga y el suicidio:
yo, poeta marxista privilegiado,
que posee instrumentos y armas ideológicas para combatir,
y suficiente moralidad para condenar el puro acto de escándalo,
yo, hondamente respetable,
pronuncio este elogio, porque la droga, el asco, la rabia y el suicidio
son, junto con la religión, la única esperanza que queda:
contestación pura y acción,
con la que se mide la enorme sinrazón del mundo.[4]

Esta ambigüedad es la que domina su aproximación a la cultura del rock’n’roll en La nebulosa. Pasolini considera el movimiento teddy boy como un fenómeno típico de la Italia del norte rica y afín al mundo anglosajón. Los teddy boys eran los herederos de postguerra de los pequeños empresarios y empleados de clase media que habían apoyado el fascismo. La antítesis misma de los subproletarios romanos.

Pero, al mismo tiempo, Pasolini se da cuenta de que las subculturas juveniles contienen al menos el germen de un desafío a la vida burguesa. Son un laboratorio ambiguo pero con un claro potencial anticonformista para cuestionar el orden establecido. La música popular nos interpela poéticamente, nos compromete con experiencias estéticas y proyectos de vida arriesgados de un modo que ya casi nada lo hace. Todo ello absolutamente para nada, como casi todas las cosas realmente importantes. También políticamente importantes.

A menudo Pasolini explicó la posición de los subproletarios romanos en términos de segregación racial. Su situación, pensaba, era en todo análoga a la de los afrodescendientes norteamericanos. Así que, poco sorprendentemente, a medida que esa subclase iba siendo asimilada por el consumismo comenzó a viajar por África. Era un momento de efervescencia política. Distintos países africanos iniciaron ambiciosos procesos de cambio social que hacían frente al legado de servidumbre capitalista que había dejado el imperialismo. En otras palabras, en África Pasolini no buscaba tanto un pasado perdido como un futuro político. Tal vez también para la cultura popular. Quizás mientras viajaba por Nigeria o Ghana oyó hablar de un músico llamado Fela Kuti. Quién sabe, quizás sonaba highlife y afrobeat en su radio mientras escribía su proyecto para una Orestiada africana.

Notas

[1] P. P. Pasolini, “Mi Accatone en televisión después del genocidio”, publicado el 8 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. Recogido en Cartas luteranas, Madrid, Trotta, 1997.

[2] P. P. Pasolini, “Dos modestas proposiciones para eliminar la criminalidad en Italia”, publicado el 18 de octubre de 1975 en Il Corriere della Sera. Recogido en Cartas luteranas, ed. cit., p. 131.

[3] P. P. Pasolini, “El PCI a los jóvenes”, publicado el 16 de junio de 1968 en L’Espresso.

[4] P. P. Paolo, Who is me. Poeta de las cenizas, Barcelona, DVD, 1992, p. 47.

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